Asismismo puede encontrarse publicado en Academia.edu
Abordaje teórico del
problema de la organización constitucional hacia 1826
Andrea Carina Greco de Álvarez
Proyecto de Investigación FCPyS,
UNCuyo
Instituto de Investigación de Derecho
Civil, UM
Instituto de Cultura Hispánica de San
Rafael
ichsanrafael@gmail.com
Mesa 7: El Estado como problema teórico: abordajes y debates.
El trabajo se propone analizar el
intento de organización del Estado Argentino por medio de la Constitución de
1826, a partir de los aportes teóricos realizados por los siguientes autores: García Pelayo y
su tipología de los conceptos de constitución,
Rafael
López Rosas y su Historia
Constitucional Argentina, Marcela Ternavasio en su Historia de la Argentina
1806-1852, Sergio Castaño y su trabajo sobre la estructura tradicional de
la forma del poder y Carlos Garriga y su interpelación a la cultura
“estatalista” y los conceptos acerca de las relaciones entre cultura
jurisdiccional y cultura constitucional.
Estos trabajos nos permiten analizar los abordajes del tema desde una
cuádruple perspectiva: la idea de continuidad del “Orden jurisdiccional” y la
de conformación del “Estado Moderno”, el concepto de constitución, el proceso
jurídico y el proceso histórico.
Estos enfoques teóricos serán puestos en diálogo con los datos que nos
aportan, como fuentes primarias, los periódicos cuyanos de esa época.
Finalmente, en esta triangulación entre aportes teóricos, distintas perspectivas
del tema y datos aportados por las fuentes periodísticas se espera obtener unas
conclusiones que consideren desde el punto de vista del derecho constitucional
y de las prácticas institucionales cuáles podrían ser considerados como los
elementos o factores de continuidad del Orden Jurisdiccional y cuáles los de
ruptura y conformación de un Novus Ordo.
El problema de la organización política del Estado
La organización política del Estado luego de los procesos de autonomía
e independencia iniciados en 1810 y concluido en 1824, no fue un problema de
fácil ni rápida solución. Opiniones, concepciones e ideologías divergentes
dificultaban el logro de una solución aceptable por todos.
El trabajo se inserta en el campo de la Historia de las Instituciones
y del Derecho y forma parte de un trabajo de mayor amplitud temporal.
Emplearemos fuentes periodísticas debido a que el periodismo decimonónico, por
sus características que centraban sus funciones en la expresión de opiniones y
no en lo informativo noticioso, dio lugar a la mayor parte de los debates
acerca del Estado Nacional.
Interesa conocer la incidencia de la discusión constitucional de 1826
en el proceso de conformación política del Estado liberal. La dificultad radica
en encontrar el momento en que se produjo realmente la ruptura entre el antiguo
orden y el paso al nuevo; o si no existió tal ruptura sino más bien una
superposición de ambos órdenes. La historia crítica del Derecho ha señalado el
error de aplicar el concepto de Estado al período del antiguo régimen, en el
que existió una pluralidad jurídica propia de una sociedad estamental, y un
gobierno de jueces que ejercían el poder de manera judicial, esto es con
jurisdicción o capacidad de decir el derecho, algo que tuvo vigencia en todos
los territorios de la Monarquía española hasta el período de la revolución de
independencia y aún después (Garriga, 2004, 2010). Frente a estas
características de la cultura jurisdiccional, el Estado liberal que se quiso
instaurar a lo largo del siglo XIX se caracterizó por la “concentración del
poder político disperso en el cuerpo social hasta configurar un sujeto
soberano, esto es, capaz de definir e imponer el derecho sobre un cierto
territorio” (Garriga, 2004, p 4).
Pero este proceso no fue inmediato y, como señala Alejandro Agüero, la
primera mitad del siglo XIX resultó ser un período de transición con la
singularidad de mostrar formas de
ejercicio del gobierno provenientes del período indiano en un marco de
cambios. El autor señala que aún en las
discusiones de los constitucionalistas de 1853 se puede observar el rastro de
la herencia jurisdiccional que remite a prácticas arraigadas en la tradición
colonial, y que el peso de esa herencia volvería a aparecer en los debates de
la reforma de 1860 (Agüero, 2014).
Con estos presupuestos se propone encarar este estudio. A ellos cabría
sumar las perspectivas de Mannori, quien expresa que la relación entre el
antiguo régimen y el mundo contemporáneo “se abre a una nueva perspectiva de
lectura” cuando se observa desde la óptica de una evolución. Por eso afirma: “hoy
es cada vez más difícil considerar la vieja concepción panjudicial del poder
como una mera supervivencia medieval, en incurable disidencia con la
modernidad. En realidad, en cada sociedad compleja y policéntrica el poder
público es, antes que nada, poder de mediación” (1997, p 65). Aquellas
simplificaciones han revelado su carácter artificial y nos remiten a algunos
factores que se creían propios “de una época para olvidar”.
A la luz de los estudios realizados por estas revisiones de la
historia jurídico institucional y en
particular los que abordan los cambios producidos en el mundo atlántico en el
siglo XIX, el trabajo que se propone realizar prestará atención a los cambios y
continuidades en el intento constitucional de 1826 como así también en las prácticas
institucionales, tal como lo han hecho para otros espacios u otros aspectos de
la organización política trabajos de Abásolo (2017), Corva (2017), Díaz Couselo
(2017) para el caso argentino y Sanjurjo de Driollet (2017) para el caso de
Mendoza.
Como afirma Díaz Couselo, las primeras cinco décadas posteriores de la
Revolución de mayo de 1810 es el período en que fracasa la organización
política que buscaron establecer los intentos constitucionales de 1819 y 1826 y
“a medida que avanzamos en el período abarcado percibimos la persistencia del
derecho y la tradición indiana y la lenta evolución que se produce como
consecuencia de la admisión de nuevos principios fundados en doctrinas
dieciochescas. Pero el panorama no es igual en todas las provincias, sino que
se presenta disímil en cuanto a la permanencia y el cambio en las respectivas
organizaciones políticas y administrativas, pues en unas regiones influye más
la tradición que en otras y a la inversa lo mismo ocurre con relación a la
influencia de la ilustración” (2017, p 1436).
Este proceso político que se desarrolla a nivel nacional es simultáneo
al de organización política de cada una de las nuevas entidades provinciales
surgidas en 1820 en la región cuyana, Mendoza, San Juan y San Luis, unidos
hasta 1820 en la Gobernación Intendencia de Cuyo (Bransboin, 2014; Sanjurjo,
2017), y luego coaligados mediante los tratados de San Miguel de las Lagunas
(22-08-1822, Ravignani, 1937, t. IV, 2ª parte, p 158) y Huanacache (01-04-1827,
Ravignani, 1937, t. IV, 2ª parte, p 171). La primera alianza es anterior al
intento constitucional del ’26, mientras que la segunda es posterior.
Nos centraremos por tanto en la cuestión
de la organización política. Para hacerlo vamos a detenernos en el análisis de
las repercusiones periodísticas, en los medios cuyanos, de la fallida
Constitución de 1826.
La Constitución de 1826: tres perspectivas
En los años que siguieron a la declaración de la
independencia, en lo político, vemos la prevalencia del conflicto profundo entre dos proyectos
antagónicos del país, que paulatinamente se van conformando: el unitario o
progresista (según la denominación de Bohdziewicz) y el federal o
tradicionalista. La organización institucional del país estaba por hacerse y estos dos proyectos encaraban
visiones diferentes. Uno de los hitos en la búsqueda de la organización fue la
labor del Congreso de 1824 que emitió dos documentos de importancia: la Ley
Fundamental y la Constitución de 1826. Nos hemos interrogado acerca de la
opinión que podemos rastrear en los periódicos cuyanos ante estos sucesos
políticos.
Como marco teórico, empleamos seis posiciones
científicas que son antecedentes de importancia para el
tema que nos ocupa: la tipología de los conceptos de constitución de García
Pelayo(1984 y 1948); la clásica Historia
Constitucional Argentina de Rafael López Rosas
(1986); el estudio
de la profesora Ana Castro sobre la postura de Mendoza ante las
resoluciones del Congreso de 1824 y la
Constitución de 1826 (1969); el enfoque que Marcela Ternavasio da a este
proceso en su Historia de la Argentina 1806-1852 (2009); Sergio
Castaño en su trabajo sobre la estructura tradicional de la forma del poder
(2011 y 2012); y, finalmente, Carlos Garriga en su interpelación a la cultura
“estatalista” y los conceptos acerca de las relaciones entre cultura jurisdiccional
y cultura constitucional (2010). Estos
trabajos nos permitirán abordar el tema desde una triple perspectiva: la idea
de constitución, el proceso jurídico y el proceso histórico. Finalmente, desde el punto
de vista del derecho constitucional y de las prácticas institucionales
esperamos poder arribar a una perspectiva general y abarcadora que nos permita
concluir cuáles factores podrían ser considerados como los elementos de
continuidad del Orden Jurisdiccional y cuáles los de ruptura y conformación de
un Novus Ordo orientado hacia el
Estado Moderno.
El concepto de Constitución
Dice Manuel García Pelayo que el
concepto de constitución es uno de los que ofrecen mayor pluralidad de
formulaciones, lo que explica que la palabra constitución suela ir acompañada
de un adjetivo. Así se habla de constitución jurídica o de constitución “real”,
de constitución política o de constitución normativa, de constitución material
o de constitución formal, de constitución empírica o de constitución ideal, de
constitución en sentido amplio o en sentido restringido. De allí que el autor
considere necesario clasificar los conceptos de constitución en unos cuantos
tipos. En la tipología que elabora, presenta “cada concepto-tipo como una
estructura coherente y dotada de problemática peculiar, que reposa sobre cada
una de las grandes corrientes espirituales, políticas y sociales del siglo XIX, y en las que éstas aparecen como
momentos integrantes de la unidad de cada concepto” (1984, p 33). Aclaremos que el autor al hablar de estos
conceptos de constitución está remitiéndonos al constitucionalismo moderno, que
es algo diferente de la constitución real de una sociedad.
Es claro que
toda tipificación implica abstracciones que no siempre están acordes con la
realidad, sin embargo es posible, razones metodológicas, tomarla como guía.
Los tres tipos de Constitución
son: la que se desprende del concepto racional-normativo, que la considera
como el conjunto de normas escritas establecidas de una vez y para siempre, que
rigen la vida de los pueblos y regulan los organismos del estado y el ámbito de
su competencia. El concepto histórico-tradicional, derivado de la corriente
historicista, considera a la Constitución como el resultado de una lenta
transformación histórica de las comunidades –no sólo el producto de la razón–
que puede o no ser plasmado en un texto escrito. Por último el concepto
sociológico, ve a la Constitución no como resultado del devenir histórico sino
como la expresión de los factores reales de poder.
En
el primer tipo, la constitución es, pues, un sistema de normas. No representa
una suma o resultante de decisiones parciales tomadas según van surgiendo los
acontecimientos o presentándose las situaciones, sino que parte de la creencia
en la posibilidad de establecer de una vez para siempre y de manera general un
esquema de organización en el que se encierre la vida toda del Estado y en el que se subsuman todos
los casos particulares posibles. En esencia, se trata de una aplicación
concreta y sublimizada del concepto de ley con el que opera el liberalismo, de
la creencia en la posibilidad de una planificación de la vida política, de una
racionalización del acaecer político. Esto representa, a su vez, la aplicación
al campo jurídico-político de las formas intelectuales de la ilustración:
De la misma manera que sólo la
razón es capaz de poner orden en el caos de los fenómenos, así también sólo
donde existe constitución en sentido normativo cabe hablar de orden y
estabilidad políticos [...]. Cuando esta idea de la razón se aplica al campo
político, entonces todos los poderes e instituciones tradicionales -monarcas,
parlamentos, cuerpos administrativos, magistrados- [...] deben su existencia y
competencias precisamente a la constitución considerada como un complejo
normativo [...] Por consiguiente, no cabe existencia jurídico-política fuera de
la constitución normativa.
Esto nos lleva a otra
característica del concepto racional de constitución, a
saber: la despersonalización de la soberanía y la afirmación de la constitución
como soberana. En efecto: si la soberanía es el poder de mandar sin excepción,
y si todas las facultades de mando son tales en cuanto son expresión y se
mueven dentro del ámbito de la constitución, es claro que la constitución es
soberana [...]. Si la nota esencial de la soberanía es el poder de dar leyes y
la constitución es la norma de las normas [...], de manera que un precepto
jurídico sólo es válido en cuanto derive de la constitución, entonces es claro
que la soberanía está encarnada en la constitución (1948, p 57-58).
Concluye por tanto, García Pelayo, que el
concepto racional normativo supone una especie de deificación de la
constitución, ya que por ella los reyes reinan, los parlamentos legislan, los gobiernos
gobiernan y las leyes rigen.
Sergio Castaño considera una explicación magistral de García-Pelayo al delinear
el modelo “racional-normativo” de organización legal-constitucional, que ya no
se trata de que la constitución jurídica exprese un determinado orden, sino
contrariamente que el orden es creado por ella. La razón iluminista disuelve así
la tradición, la revelación, la concretidad histórica, y luego reconstruye la
realidad desde la razón misma, acota Castaño. Esto se traduce, en el campo político,
en la licuación de los poderes y las instituciones sociales, que deben su
existencia y fines a las normas entre las cuales se disuelven, pues es la carta
la que confiere existencia a los poderes sociales y políticos. De allí que la
soberanía ya no radique en personas o cuerpos sociales, sino en el sistema
normativo (2011, p 96).
El concepto histórico tradicional surge en su formulación consciente como
actitud polémica frente al concepto racional, o, más precisamente, como
ideología del conservatismo frente al liberalismo:
El revolucionario mira al futuro y cree en la posibilidad de conformarlo;
el conservador mira al pasado y tiende a considerarlo como un orden inmutable.
Cuando esta oposición política se traslada al plano teórico, se integra en otra
antinomia [...] que se hace patente en el primer tercio del siglo XIX: la oposición entre razón
e historia, entre racionalismo –o naturalismo– e historicismo [...]. Al sistema
–tan esencial y fundamental para la concepción racional de constitución– se
contrapone, pues, la Historia (García Pelayo, 1948, p 66-67).
La Historia es el reino de lo individual, según la idea heracliteana se
compone de situaciones que fueron una vez, pero que ya no serán; el mundo
histórico es, pues, algo que continuamente deviene, le es esencial la constante
transformación. Sin embargo, en el mismo hecho de esta transformación es que
radica su continuidad, “de modo que sólo podemos explicar el presente en
función de un pasado, y, por consecuencia, del ser de ayer debemos extraer el deber
ser de hoy y de mañana” (García Pelayo, 1948, p 67). La conciencia histórica
constituye el fundamento espiritual de esta tesis que sostiene en lo esencial
que la constitución de un pueblo no es un sistema producto de la razón, sino
una estructura “resultado de una lenta transformación histórica, en la que
intervienen frecuentes motivos irracionales y fortuitos irreductibles a un
esquema. Por consiguiente, está claro que la constitución de un país no es
creación de un acto único y total, sino de actos parciales reflejos de
situaciones concretas y, frecuentemente, de usos y costumbres formados
lentamente y cuya fecha de nacimiento es imprecisa” (García Pelayo, 1948, p 68).
De esto se deriva que la ordenación constitucional debe responder al espíritu o
al carácter nacional, porque cada pueblo es una individualidad, y por lo mismo
no es posible su extensión a otros países o su recepción por ellos. García
Pelayo hace notar que estos pensamientos son desarrollados de una manera más o
menos enérgica y pura, por lo que los pensadores que adhieren a esta postura
pueden distinguirse dos grupos:
a) Los que consideran la
constitución como una situación puramente histórica y la Historia como un campo
rebelde a la razón y planificación humanas, sea por motivos inmanentes a ella, sea por
considerarla como ejecución de una providencia divina (Burke). Esta tesis es
para García Pelayo correlativa al conservadorismo puro.
b) Los que consideran que la
razón es capaz de moldear la Historia en cierta medida, de planificar el futuro
dentro de los datos de una situación histórica, o de llegar, en fin, a una
armonía con ella. Ésta fue representada por un liberalismo moderado, por una
burguesía tan temerosa del absolutismo como de la democracia,
que acaba pactando con los poderes sociales tradicionales, o, dicho de otra
manera, integrándose en el Estado “histórico”. Representación genuina de esta
tendencia son los liberales doctrinarios (los de la Restauración en Francia,
también Humboldt). Partiendo de estas premisas, “es claro que esta constitución
no sólo no necesita ser escrita en su totalidad, sino que la costumbre ha de
tener en ella toda la dignidad que le corresponde” (García Pelayo, 1948, p 71).
Finalmente, dentro de la concepción histórica, contrariamente a la
racional-normativa, no es posible una
despersonalización de la soberanía. Esta reside en una persona o en unos
órganos concretos, y como resultado de un desarrollo histórico o como principio
inmanente al mismo.
Si el tipo anterior nace en el debate contra el concepto
racional-normativo, esta concepción:
surge como concepto polémico mantenido por conservadores y socialistas contra
el Estado liberal, atacando lo que constituía la clave jurídico política de
sistema, es decir, la teoría racional de la constitución, y buscando en tal
doctrina una base ideológica de sustentación a sus pretensiones políticas. Los
conservadores, porque al sostener que la constitución jurídico normativa y la
distribución de poderes que ella comporta ha de coincidir con la constitución
real, daban mayor seguridad, precisión y garantía a una situación fáctica que
les era favorable, en virtud de la fuerza que posee el Derecho para estabilizar
y asegurar una situación de poder social [...]. Pero es también un concepto
típicamente socialista en cuanto que, en su virtud: a) frente a la igualdad y
libertad, afirmadas formalmente por las constituciones liberales burguesas,
puede oponerse una realidad social de índole diferente y antagónica, y
"desenmascarar" con ello el carácter "ideológico" y
"de clase" del constitucionalismo liberal burgués;
y b) en cuanto que, como consecuencia, se patentizas la necesidad de actuar
sobre la estructura económico social, transformándola en un cierto sentido a
fin de poder realizar un determinado mundo de valores políticos (García Pelayo,
1948, p 78-79).
Obviamente en este concepto de constitución cabe hablar de la soberanía
abstracta y despersonalizada de la constitución, sino de poderes concretos. El
concepto sociológico de constitución es la proyección del sociologismo en el campo
constitucional. Entendemos por tal una concepción científica y una
actitud mental que de manera más o menos intensa y extensa relativiza la
política, el Derecho y la cultura a situaciones sociales. Se caracteriza por
fundamentarse en las siguientes afirmaciones: a) la constitución es
primordialmente una forma de ser, y no de deber ser; b) la constitución no es resultado
del pasado, sino inmanencia de las situaciones y estructuras sociales del
presente, con situaciones y relaciones económicas; c) la constitución no se
sustenta en una norma trascendente, sino que la sociedad tiene su propia
“legalidad”, rebelde a la pura normatividad e imposible de ser domeñada por
ella; el ser, no de ayer, sino de hoy, tiene su propia estructura, de la que
emerge o a la que debe adaptarse el deber ser; d) si en lo que respecta al
derecho la concepción racional gira sobre el momento de validez, y la histórica
sobre el de legitimidad, la concepción sociológica lo hace sobre el de
vigencia.
En conclusión, es característica del concepto sociológico de constitución
entender que la estructura política real de un pueblo no es creación de una
normatividad, sino expresión de una infraestructura social, y que si tal
normatividad quiere ser vigente ha de ser expresión y sistematización de
aquella realidad social subyacente.
El proceso jurídico
El
capítulo que analizamos de López Rosas estudia el proceso jurídico que se
inicia con la Ley Fundamental y desemboca en la sanción de la Constitución de
1826.
La
Ley Fundamental fue presentada ante el Congreso en la sesión del 22 de diciembre de 1824. El autor
considera que la hondura de sus principios ajustados a la realidad nacional
daban las bases para un verdadero pacto de provincias, de donde debería
partirse para todo intento de organización nacional.
El
proyecto tuvo su fuente principal en el Pacto de Confederación de los Estados Unidos de América,
pero al darle forma definitiva, considera López Rosas que el modelo norteamericano de
pacto confederacional fue desechado, “convirtiendo a la Ley Fundamental en un
pacto sui generis, más acorde con la
realidad institucional de nuestras provincias, si bien algunas facultades
acordadas en el primer proyecto fueron retaceadas en el segundo” (1986, p 312).
El pacto de unión que se ratificaba por medio de esta Ley, expresado
claramente en el art. 1º de la misma, revestía un profundo significado,
considerando que en el Congreso de Tucumán no habían estado presentes todas las
provincias, era esta la única oportunidad en que, posteriormente a la independencia,
se ligaban solemnemente todas bajo una ley común.
El
art. 3º es de singular significación dado que, al establecer la salvaguarda de
la autonomía provincial, esto implicaba “el triunfo de los principios
federales” (1986, p 313). Cada provincia conservaba y se regiría por las autoridades que había creado
durante los años de autonomía. Cada estado particular mantendría en vigor su
Constitución y Leyes, creados durante el aislamiento provincial. Por el art.
6º, se facultaba a las provincias a considerar la Constitución que sancionare
el Congreso la que no podría ser promulgada sin la aceptación de las
provincias.
El
art. 7º fue aprobado luego de discusiones entre los representantes puesto que
establecía la delegación del Gobierno provisional en Buenos
Aires. Finalmente, razones de orden práctico y el anhelo de pacificación de los
diputados del interior que se oponían, llevaron a la aceptación de este
artículo.
¿Cuál
fue el proceso por el cual de esta Ley que consagraba
los principios federales se concluyó en una Constitución contraria? López Rosas sostiene que:
el conflicto surgido a raíz de la
ocupación de la Banda Oriental, el manejo de las relaciones exteriores,
convenios y tratados internacionales, así como el mantenimiento de las
relaciones con las diversas provincias y los problemas subsiguientes, fueron concretando,
poco a poco, el viejo anhelo del grupo unitario de consolidar en
forma permanente el Ejecutivo nacional, ejercido provisionalmente por el Gobierno de Buenos Aires (1986, p
317).
Los
diputados Moreno y Gorriti se opusieron abiertamente por considerar que este proyecto era
atentatorio contra la Ley Fundamental. Afirma el autor que “Con la ausencia de
la mayoría de los diputados del interior se aprueba la ley de
Presidencia, hábilmente presentada en el momento oportuno y sagazmente
defendida por los hombres del unitarismo” (1986, p 319). La ruptura con el
interior estaba declarada, dado que, antes de sancionar una Constitución y
organizar los poderes, se constituía un poder en forma permanente, violando así
los principios de la Ley Fundamental y el espíritu del Congreso. Concluye “la
disolución nacional era un hecho. Faltaba ahora el resto de la comedia” (1986,
p 319).
Cuando
asume Rivadavia en el acto inaugural anuncia su
intención de capitalizar Buenos Aires. Respecto de este hecho asevera López
Rosas citando a Emilio Ravignani “El
derrumbe de Rivadavia comenzaba desde el primer día. ‘Era un plan perfectamente
concebido –expresa Ravignani– pero, entre el problema de la capital y la
sanción de la constitución se producirá el movimiento federal” (1986, p 321).
Durante
el año 1825 las provincias habían sido consultadas acerca de la forma de
gobierno a fin de que se expidieran por “la forma federal o la forma de
unidad nacional”. De esas consultas resultó que cinco provincias estaban a
favor del sistema federal, tres se expidieron
por el unitario, tres dejaron la cuestión librada a la resolución del Congreso
y cinco no se habían pronunciado. La Comisión presentó el panorama de manera
que le permitiera “justificar el proyecto de decreto que habría de presentar en
la misma sesión” (1986, p 327).
La
discusión que se abrió manifestaba a las claras que:
ya no era una cuestión de
porteños y provincianos, ni de un partido oficial frente a un aglutinamiento
opositor; eran dos estilos de vida, cuyas raíces se perdían en lo hondo de la
historia nacional, dos ideologías con planteamientos claros y definidos en
materia económica, política y social. Dos mundos históricos, representativos de
las dos corrientes argentinas más fundamentales dentro del proceso institucional, de tanta
importancia y gravitación que, durante más de un siglo, habrían de encauzar el
pensamiento de los partidos políticos nacionales (1986, 330-331).
La
Constitución de 1826 fue, desde el punto de vista de la técnica constitucional,
juntamente con la de 1819, el documento más completo y elaborado y uno de los
antecedentes de la del 53. Es cierto que no era obra de
improvisadores, sino de hombres conocedores de la ciencia constitucional. Pero,
López Rosas, agrega:
bien sabemos, también que las
leyes deben ser el producto de la evolución del medio social en que se gestan, el
resultado de los factores históricos y el logro efectivo de las libertades,
regulando la vida de las instituciones y de los hombres, de acuerdo con las
necesidades esenciales de la vida nacional. Poco de esto consultó la Constitución
de 1826, ajena a la aspiración autonómica y federalista de las provincias,
demostrada elocuentemente en su violento rechazo, apenas fue sancionada (1986,
p 337).
La Constitución considerada aisladamente como documento institucional, fue
un resumen de doctrinas políticas y expresión de una técnica jurídica, pero la
Constitución como documento histórico, estaba llamada a auscultar la realidad
nacional y ser expresión de las necesidades colectivas. Es con este segundo
aspecto que se relaciona el repudio de las provincias y por eso su fracaso “no fue sólo obra de
las circunstancias políticas o influencia de facciones, sino la expresión
espontánea y unánime de un pueblo” (1986, p 338).
En
un balance final, las causas que llevaron al fracaso y renuncia de Rivadavia: la violación de la Ley Fundamental, especialmente con las leyes de
Presidencia y Capital, la desnaturalización de la forma de gobierno, contraria
a la apetencia de los pueblos, y el remate final sancionando una Constitución
que borraba las autonomías provinciales provocó la ruptura que se preveía. A
esto debe adicionarse los fracasos de la política presidencial rivadaviana: la
reforma enfitéutica, el Banco Nacional, el empréstito Baring Brothers, la explotación de minas de Famatina, el fin de la
Asociación Agrícola Río de la Plata, la fracasada política inmigratoria y la
decapitación de la provincia más poderosa. Todo esto en el orden interno, más
los fracasos en política exterior terminarían consumando el derrumbe final.
El proceso histórico
El tercer estudio que empleamos,
el de Ana Castro, nos sitúa ante la cuestión del proceso histórico en su conjunto.
Si analizamos el
proceso histórico en su conjunto vemos que las desigualdades entre las concepciones
constitucionales probablemente no sean tan tajantes. Tal vez, no sea tan clara
la diferenciación de conceptos políticos si tenemos en cuenta que el diputado
unitario Julián Segundo de Agüero sostiene: “Si se quiere dar una constitución
y que esta sea buena, es preciso que se suponga la organización en el estado,
porque si no, es imposible que la constitución tenga efecto, ni pueda llevarse
a ejecución. Empecemos, […] o sigamos […] organizando el estado. Cuando éste
esté organizado, será el tiempo de dar la constitución” (1937, t II, p 22).
Propone así la necesidad de una organización previa a la Constitución. Si nos
dejamos llevar sólo por el discurso, podría parecer que
estamos ante una concepción histórica-tradicional. Ahora, si analizamos al
mismo tiempo las circunstancias y los sucesos políticos advertimos, como lo
hace Castro, con Vicente Sierra que estas palabras “no pasaban de un pretexto a
fin de realizar un plan”. Ese plan era el que trazaba la logia y consistía en
“unitarizar el país, y para ello, ir dando las leyes progresivamente y
organizando la nación por partes, instalando, primero, el Poder Ejecutivo” con
plenos poderes (1978, t VII, p 460).
Es el proceso que se advierte desde la Ley
Fundamental (23 de enero de 1825) que establece la forma de gobierno federal,
pasando por la Ley de Consultas (21 de junio de
1825) por la que los representantes debían consultar sobre la forma de gobierno
a sus provincias; la Ley de Duplicación de los Diputados (19 de noviembre de
1825); la Ley de Presidencia Permanente (6 de febrero de 1826) con Rivadavia como Presidente; La Ley de
Consolidación de la Deuda (15 de febrero de 1826) poniendo como garantías de la
deuda todas las tierras y demás bienes inmuebles que pasaban a ser propiedad
nacional; la Ley de Capitalización (7 de marzo) por la que desaparecía la
Provincia de Buenos Aires, hasta la Constitución Unitaria (24 de diciembre de
1826).
Ana
Castro ha analizado la situación política del año 1825 mientras se sucedían en el
Congreso los debates sobre la forma de gobierno. El ex ministro de Buenos
Aires, Rivadavia realizaba en Londres gestiones para
promover la explotación de las minas de oro y plata del territorio de las Provincias
Unidas. La propaganda sobre las fabulosas riquezas argentinas había
entusiasmado a los inversores británicos a adquirir las acciones de la River
Plate Minning Association. En julio habían llegado a Buenos Aires los
ingenieros y obreros de la Compañía, dispuestos a agilizar los trámites para
comenzar la explotación del Famatina. Pero un grave inconveniente les cerraba
el paso: la Ley Fundamental, sancionada en enero, que aseguraba las autonomías
provinciales y por lo tanto el derecho de la provincia
de La Rioja a explotar sus minerales y mantener su Casa de Moneda. Urgía la
presencia de Rivadavia en el país para disipar el “mal entendido”, así en octubre el ex-ministro regresó a Buenos
Aires. Para que la Minning pudiera explotar sin problemas las riquezas
minerales, era necesario un cambio y Rivadavia lo logró. En reveladoras cartas
a Hullet, anuncia haber tomado las primeras medidas tendientes a cambiar la
situación. Mientras Lamadrid marchaba a Tucumán a reclutar soldados para la guerra
con el Brasil, y se tomaba el Gobierno de la provincia norteña, el grupo
unitario se preparaba para dominar el Congreso. Pretextando la gravedad de las
circunstancias y la necesidad de contar con más luces para dilucidar el
problema planteado en torno a la forma de gobierno, presentaron el proyecto de
duplicar los representantes lo que dio una rápida mayoría a Buenos Aires en el
Congreso (1969, p 396). De allí en adelante toda la labor legislativa del
Congreso se orientó a instaurar la Unidad de Régimen y aceitar los mecanismos
económicos que nos subordinaban a Inglaterra por el empréstito y la explotación
de las minas de oro y plata.
Este es el contexto en que fue
creada la Presidencia y sancionada la Constitución. El mismo Rivadavia lo afirma en carta a los banqueros londinenses
del 6 de noviembre de 1825, el conflicto
ocasionado con respecto a la explotación de Famatina por los términos de la Ley Fundamental esperaba
solucionarlo en el transcurso de un corto plazo con el establecimiento de un
Gobierno Nacional.
Coincidentemente, Ternavasio sostiene que los unitarios “dominaron la
política del Congreso, pero fracasaron en sus objetivos. La Constitución
dictada en 1826 fue rechazada por la mayoría de la provincias” (2009, p 149).
La Constitución del 26 no logró imponerse en el país por ir a contrapelo de sus circunstancias
históricas. La consecuencia, señala la autora fue el regreso a la situación
anterior de autonomía y quedaron divididas en dos bloques: la Liga Unitaria y
la Liga Federal. A diferencia del análisis de Castro, Ternavasio considera que
“desde el comienzo se puso de manifiesto una mayor gravitación de la delegación
porteña” (2009, p 150). Para demostrar esta afirmación es que hace notar que
“Pocos días después [de la sanción de la Ley Fundamental] se firmó el Tratado
de Amistad, Comercio y Navegación con Gran Bretaña (…) en el que Inglaterra
obtuvo el tratamiento de nación más favorecida” (2009, p 150). El respeto por
parte del gobernador Las Heras de las
resoluciones de la Ley Fundamental es signo de la “aún prudente y cautelosa
posición del gobierno de Buenos Aires y de los diputados bonaerenses, que
predominó en el Congreso durante la primera etapa” (2009, p 152). Sin embargo
también nos hace notar que esa prudencia de Las Heras irritaba al círculo rivadaviano
y a los diputados integrantes del séquito del ex ministro. Entonces decidieron la
duplicación de los diputados, que “favoreció al grupo porteño liderado por
Rivadavia, aunque permitió también el ingreso de algunos líderes de la
oposición porteña, como Dorrego y Moreno, en representación de otras
provincias” (2009, p 152). Estos esgrimieron al sancionarse la Ley de
Presidencia que la misma violaba la Ley Fundamental porque el Congreso se
excedía en sus atribuciones. Otro
aspecto que remarca la autora es que ahora sí el modelo de referencia será más
claramente que en la década anterior el norteamericano. Por otra parte, los
debates del Congreso “muestran un complejo mapa de adhesiones y lealtades en el
que la independencia de opinión de muchos diputados frente a determinados
proyectos puntuales era frecuente” (2009, p 153). En el marco de esa
complejidad el partido porteño se escindió entre los partidarios del Orden y
los liberales rivadavianos ante la propuesta del Presidente Rivadavia de Ley de
Capitalización. Los factores económicos vinculados a la Capitalización, al
federalizar la principal franja para el comercio ultramarino y obtener así la
mayor fuente de recursos fiscales por la Aduana. “Se
dividieron las posiciones entre los unitarios, defensores de un régimen
centralizado y los federales, propulsores de un régimen que pretendía dotar de
mayor autonomía a las provincias” (2009, p 149). En otra obra, la tesis de la
autora consigna además que la reunión del Congreso Constituyente y, más aún, la
ley de capitalización que federalizaba Buenos Aires fue también el punto de
inflexión para los hacendados como Rosas que “temieron perder la aceitada
relación existente entre la ciudad –con su puerto de exportación- y el campo
(…) Rosas, con sus primos Anchorena, lideró reuniones en la campaña y elaboró
petitorios en oposición al proyecto” (2005, p 18).
No hace referencia la autora al
compromiso de Rivadavia con los ingleses en relación a la extracción de
minerales en Famatina, aunque sí señala el cambio de actitud de Quiroga,
favorable en principio, al sistema de unidad. Las divisiones producidas en el
interior del Congreso se trasladaron también a las provincias “con virulencia
hasta entonces desconocida” (2009, p 160).
Ternavasio se pregunta cuáles eran los cambios con respecto a la
anterior acefalía: la de 1820. Sintetiza los cambios en los siguientes
aspectos: desaparecidos los Cabildos, no podían ser estas instituciones quienes
ocuparan provisionalmente el poder; reconfiguración del poder político e institucional
con la conformación de “las repúblicas provinciales” (2009, p 161) e
integración de “espacios urbanos y rurales a través de los entramados jurídicos
sancionados durante la década” (2009, p 161). Se había producido así un
desplazamiento del poder desde los tradicionales espacios urbanos coloniales
hacia un nuevo espacio político en el que la campaña comenzaba a cobrar mayor
relevancia” (2009, p 161). Otra transformación que señala la autora es la
que se produce en las provincias al advertir éstas, “las dificultades de vivir
en el marco de una autonomía absoluta, sin recursos con los cuales sostenerse;
la conformación de ligas interprovinciales evidenciaba tal debilidad” (2009, p
162). Sin embargo en el caso de las provincias de Cuyo el tratado de San Miguel de las Lagunas
(22-08-1822) es anterior al intento constitucional del ’26, mientras que el de Huanacache
(01-04-1827) es posterior. Por lo tanto, en todo caso habríamos de pensar que
las provincias de Cuyo, percibieron esa dificultad en ambos períodos.
Con el fracaso del Gobierno Rivadaviano, del Congreso
Constituyente y la Constitución de 1826, el enfoque había cambiado. La
discusión ya no pasaría por la cuestión constitucional, los modelos ya no
se buscarían tanto en el extranjero, y especialmente luego del fusilamiento de
Dorrego las aguas se dividirían y aparecería sí la neta separación entre
federales y unitarios que no había sido tan nítida hasta entonces. Esta opinión
es compartida por autores de diferentes posiciones historiográficas. Así lo
expresa Marcela Ternavasio titulando el capítulo correspondiente a la época
como “la unidad imposible”.
La repercusión periodística
Si aplicamos la
tipología de concepto constitucional de García Pelayo al periodismo cuyano observaremos que la
ilustración prima en la mayor parte de los periódicos: El Eco de los
Andes, El Yunque Republicano, el Iris Argentino, de Mendoza y El Solitario de San Juan. En ellos las ideas
que aparecen son las propias del siglo XVIII, con predominancia, por tanto del concepto de constitución
racional-normativo. Dentro de este marco conceptual en El Solitario leemos: “La Constitución de un Estado no es otra cosa
que el contrato y las condiciones en virtud de las cuales, una porción de
individuos se comprometen a formar una sociedad política, una nación” (El
Solitario, 1829, n. 5).
Es señalada como una excepción
la postura de El Verdadero Amigo del País, donde
observan claras líneas de adhesión al concepto histórico-tradicional:
La Constitución perfecta
es el resultado de un lento proceso que se desarrolla en el tiempo y con la
experiencia. Por eso el edificio constitucional, “obra tan formal”, no puede
ser levantado de una sola vez. “Es conducta más cuerda –dicen comentando un
proyecto constitucional chileno– la de disponer los ánimos de la opinión
pública y ordenar una Constitución por leyes aisladas, pues una carta debe ser
conforme a la voluntad de la nación”, pues “sería vano establecer la más bella
forma de gobierno y dictar las mejores leyes si las costumbres no estuviesen en
consonancia con ellas, porque no sería más que una vana estatua formada en el
aire” (Hualde, 1973, p 66-67).
El Iris Argentino en 1826 mientras se debate el proyecto
constitucional compara la situación que se plantea con la suscitada durante el
debate de la Constitución de 1819:
Si en los dos
Congresos, compuestos de hombres diferentes, electos por pueblos de dos épocas muy distintas, se han
fijado los mismos principios para la organización de la nación, ésta es la
prueba más clara que en lo sustancial, tanto la Constitución de 1819 como el
presente proyecto encierran las bases del gobierno más adecuadas a la situación moral y
física de las provincias argentinas (1826, n. 18).
Posteriormente,
“hacia 1827, se inclina abiertamente por la aceptación de la Constitución y el régimen
unitario que ésta sostiene, a pesar del pronunciamiento que el Gobierno de Mendoza
había hecho en 1825 por la forma federal” (Hualde, 1973, p 67). Por esta razón
se enfrentó con El Telégrafo. A este
cambio se refiere El Iris Argentino cuando comenta desde sus páginas que la
mayoría de los hombres pensadores de la provincia, se habían decidido por la
forma federal subyugados por la prosperidad de los Estados Unidos, que veían
adaptable a nuestras provincias. Pero después, convencidos por la luz de la
razón que resulta de las discusiones del Congreso y de todos los periódicos
que trataron esta cuestión, se han persuadido “que la obra del Soberano
Congreso es la obra de la Sabiduría y el Código que más conviene a nuestras
circunstancias” (1827, n. 48). El motivo de alabanza es que “es la más liberal
que se ha conocido, obra de la experiencia adquirida en diecisiete años de
revolución. Las leyes que contiene han sido hechas con sabia y reflexionada
lentitud. ¿Por qué se oponen a algo que no conocen?, se pregunta. Sólo por la
forma de gobierno” (1827, n. 43).
Contrariamente El Yunque Republicano, precisamente
a raíz de estas imputaciones que los unitarios hacen a los federales,
transcribe los fundamentos del sistema federal defendidos por la Comisión Representativa que debía
expedirse al respecto (1825) en vísperas de la reunión del Congreso General
Constituyente. Con esto pretende demostrar que “tan hermoso documento” no pudo
haber sido redactado en ningún momento por “anarquistas” (como llaman los
unitarios a los federales)[1]:
Se ha gritado con un
descaro que sorprende, que los anarquistas (los federales) no querían
constitución, no querían patria, no tenían interés por el país y que eran partidarios del desorden, para aprovecharse de él algunos
jefes que estaban al frente del partido de federación. Los sacrificios
honorables que han hecho esos jefes son acaso inimitables; mientras las
heridas abiertas por esa constelación de hombres eminentes, que bien podría
llamarse de necios a la moda, o de locos llenos de orgullo y vanidad, siempre
recordarán a la patria la fatal existencia de ellos y la harán verter sangre
(1829, n. 8).
El Yunque Republicano comparte la idea de la necesidad de
organizarse constitucionalmente pero siempre bajo los principios federales, por lo que rechaza de manera contundente a la
Constitución unitaria de 1826:
Es preciso resolvernos
a ser americanos y abandonar el fausto y las pretensiones de los países que con
otra población, otra riqueza, otros recursos, son omnipotentes, respecto de
nosotros […] Ya hemos fracasado tantas veces con el porvenir maravillosos […]
con ideas bellas por atrevidas, pero irrealizables entre nosotros
[…] ¡A los que enrolados en una justa oposición, veían impracticables estas
lindas necesidades; se les trataba de brutos de caciques egoístas! […] Sin
buscar los males en otra causa extraña, sin que el Cielo castigue, sin obra de
magia; es preciso confesar, que nuestros males son efectos de esa inflazón
innovadora y solo de esa inflazón (1830, n.12 y 13).
En cuanto al proceso jurídico es importante considerar que paralelamente al
choque que se produce en el Congreso, López Rosas señala que se libra un combate entre
los periódicos, El Tribuno contra el Mensajero Argentino, en los círculos
influyentes los hacendados contra los doctores, en los panfletos, etc. Miguel
Ángel de Marco dedica un parágrafo a esta “guerra de la prensa”. El Tribuno estaba redactado por los diputados Dorrego, Sáenz Cavia y
Ugarteche, plana mayor del partido federal; mientras que el Mensajero Argentino, publicado con los
recursos del estado por su condición de periódico “ministerial”, estaba a cargo
de Juan Cruz Varela, Agustín Delgado, Valentín Alsina y Francisco Pico (De Marco,
p 118 y 122). Esta misma repercusión y polémica periodística es la que nosotros
encontramos en los periódicos cuyanos. Así hemos visto la discusión que entabla
El Iris Argentino con El Telégrafo (Greco, 2015, p. 160). Podemos
leer las expresiones de menosprecio de El
Iris hacia el Señor Representante, el canónigo Lorenzo Güiraldes:
Parece que el Sr. Representante no hubiera tenido en esta parte otro objeto
que mostrar su profundidad histórica […] sólo diremos que el Sr. Representante
estuvo demasiado pesado esta vez. ¿Qué tiene que ver Solón, Licurgo y Minos, ni
qué vale su autoridad en el examen de la Constitución presentada por el Congreso? ¿Qué tienen de común
las disposiciones de aquellos antiguos legisladores, con las instituciones de
los pueblos modernos? […] Los pueblos modernos no pueden vivir a lo Espartano,
porque la suma pobreza no se acomoda con la civilización moderna, ni tampoco a
lo Ateniense, porque están persuadidos que, en donde el populacho más soez,
promueve agitaciones diarias, movidos por demagogos, se perjudica demasiado al
espíritu de industria, a la moralidad del pueblo y se amenaza la seguridad de
los ciudadanos. […] Déjese pues el Sr. Güiraldes de dar sus raciocinios sobre
autoridades que cuentan poco en los cálculos de los legisladores de nuestros
días; saque sus argumentos de las luces que presenta la civilización moderna;
déjese de vagar sobre todo, y entonces en el concepto de sus conciudadanos lo
que pretende ser (1827, n. 56).
Al reseñar el
discurso del Dr. Juan Agustín Maza califica algunas de las
expresiones de este de “disparate”, o de “falso y falsísimo”, de otras dice
que:
no podemos
decir por más que queramos que el Sr. Representante se
ha equivocado, porque una equivocación de esta clase, es capaz de
experimentarla sólo un ignorante. Esta calidad no pertenece el Sr.
Representante. De consiguiente es necesario que se avenga a sufrir que se le
crea con un poco de mala fe (1827, n. 56).
Hemos visto
también en periódicos sanjuaninos, como El
Amigo del Orden, El
Repetidor y El Ingenuo Sanjuanino hacerse eco también de estas discusiones,
reproduciendo artículos de El Mensajero
Argentino y El Duende de Buenos
Ayres, o argumentando en pro de las cualidades que deben tener los
Congresales Constituyentes (Greco, 2015, p 230-236).
Para poder
entender en profundidad las argumentaciones de los periódicos cuyanos hay que tener
en cuenta todo el proceso históricos que lleva a Ana Castro a formular la
siguiente conclusión con respecto a la política mendocina: “El partido liberal
mendocino se pronuncia por la forma republicana federal, por lo tanto, el
esquema liberal-unitario, aplicable a Buenos Aires, no tiene vigencia en
Mendoza” (1969, p 419). Esta actitud federal se mantiene durante los años 24 y
25, como se observa en las publicaciones de El
Eco de los Andes. Al mismo tiempo que
advertimos la clara postura liberal del periódico: considera a las reformas
rivadavianas como avanzada del progreso y la ilustración, apoya la política
anticlerical y la política económica porteña aunque sea perjudicial para las
provincias. Esta posición cambiará más tarde, después del fracaso
constitucional del ’26, cuando las aguas se vayan dividiendo y los liberales se
aglutinen en torno al proyecto del unitarismo progresista.
En ese proceso
histórico completo, como hemos mencionado, no sólo está el tema constitucional
sino una serie de asuntos concatenados entre los que se puede mencionar la
cuestión de la minería, la monetaria, la Presidencia y la serie de Leyes que
fueron posibilitando estos cambios (incluido el Tratado anglo-británico y la
reforma eclesiástica). En los periódicos encontramos fuertes debates acerca de
estos temas como las polémicas que sostiene El
Yunque Republicano contra El
Tiempo y El Pampero en defensa de
las políticas gubernamentales; el elogio del Amigo
del Orden para con la Ley de Duplicación de los diputados; la batalla
periodística entre El Repetidor y El Ingenuo Sanjuanino por los “Billetes del Banco” (Greco, 2015, p 233).
Sólo podríamos agregar que a juzgar por lo que leemos en El Iris Argentino, algunos
contemporáneos advirtieron la maniobra tendiente a “unitarizar” el país. Así el
Representante Dr. Juan Agustín Maza había denunciado:
Que era necesario
considerar que el Congreso actual no merece la confianza de los pueblos, pues
algunos de sus miembros que combatían la federación, habían sido sus partidarios y que la comisión misma de negocios
constitucionales del Congreso,
habían sido partidarios de la federación al tiempo de extender el dictamen, y
que cuando se trató de votar sobre el artículo que fijaba su carácter en la
discusión de la Constitución ya estaban enteramente unitarios: que era a la verdad milagroso aquel
cambio y dio a entender que aquellos sobre quienes recaían sus indicaciones
habían sido corrompidos. Dijo finalmente el Representante que él estaba
persuadido, y que debían estarlo todos, de que los Unitarios habían abrazado
esta opinión por intereses
particulares, que era necesario decirlo porque era la simple verdad. Que
estaba persuadido de que su intento era despotizar
los pueblos y que por esta causa él permanecía constantemente decidido por
la federación ―: que este era su voto (1827, n. 56).
El periódico critica
esta alocución de Maza y procura rebatirla al escribir:
Después entra a
anunciar con un aire misterioso que en el congreso había habido cambios de
opinión. A la verdad que esto es demasiado decir luego que se sepa que no ha
habido tales cambios. Hemos examinado los diarios del Congreso […] lo hemos consultado con Diputados
del Congreso y hemos sacado en limpio que lo que ha dicho el Sr. Rte. es falso
y falsísimo. Lo único que hubo fue una que otra objeción por uno de sus miembros, el cual reconoció
constantemente que con excepción de una o dos provincias el resto de las de la
República no podían organizarse bajo el sistema federal sino dentro de muchos
años y que para entonces la constitución misma presentaba los medios de hacerla
realizable. Si el Sr. Maza ha querido ridiculizar los cambios de opinión
solamente, es necesario que tenga presente que él ha sido Unitario decidido al
tiempo en que fue consultada la provincia
sobre la forma de gobierno.
El Sr. Maza ha dicho
finalmente que todos los Unitarios obraban por intereses particulares, queriendo con esta
calumnia miserable alucinar a algunos y herir en lo más delicado del hombre = el honor, a una masa de individuos
entre quienes se cuentan los hombres distinguidos de la República, casi todos
los que han hecho grandes servicios al pays, todos los que son consecuentes en
sus votos por la felicidad (1827, n. 56).
Como vemos es
una grave respuesta a una gravísima denuncia. El caso es que todo este oscuro
proceso histórico tenía una repercusión en los periódicos que tomaban posición
a favor y en contra de las acciones del gobierno.
Conclusiones: La perspectiva de síntesis entre cambios y continuidades
Los estudios analizados
aportan diferentes perspectivas sobre un mismo problema: el concepto
constitucional, el proceso jurídico seguido, y el proceso histórico. Del
análisis de estos tres aspectos inferimos que, al calor de los acontecimientos,
las posturas y argumentaciones se entrecruzan. Los partidos y las posiciones no
aparecen tan rígidos como, a veces, a la distancia, queremos interpretarlos.
Hemos podido apreciar
interesantes debates tanto en relación a los conceptos constitucionales como
así también en cuanto al proceso jurídico e histórico. Los unitarios lograron
el dominio de la política del Congreso, pero fracasaron en sus objetivos, pues
la Constitución fue rechazada. Sin embargo sí es posible ver cambios (como la
supresión de los cabildos, la trasformación de las relaciones entre ciudad y
campaña) que no corresponden totalmente al régimen jurisdiccional pero tampoco
al Estado Liberal.
El hecho de los “traspasos” de partido o cambios de posiciones se comprenden
mejor si tenemos en cuenta lo que Díaz Araujo sintetiza al diferenciar las épocas de
este modo:
La época que
se iniciaba sería por completo distinta a la conocida en la
Argentina desde mayo de 1810. Enterrados los espejismos constitucionalistas, al
modo franco-español o norteamericano, la gente empezó a manejarse con las
realidades surgidas de nuestra propia sociabilidad y tradición y a
relacionarlas empíricamente. De ahí que resulte una solemne bobada querer
entender el tiempo de la Confederación Argentina a la luz de las teorías que habían
fulgurado en el período anterior, para luego inferir que nuestra “Federación”
en nada se parecía al modelo federalista estadounidense. (…) Acá había una
consigna mítica llamada “Federación”, respaldada por los autonomismos y
localismos provincianos, que deseaba el restablecimiento del principio de autoridad, con la consiguiente
estabilidad gubernamental y la paz y el orden públicos, que era fiel a sus
creencias religiosas y las costumbres sociales emanadas de tal civilización, y
que no transaba con menguas a la soberanía nacional. Ese movimiento político,
religioso y nacionalista, auspiciado por las provincias, fue, en concreto, el
rotulado “federalismo” argentino. Y tal movimiento opuesto por principio al
contractualismo roussoniano de los liberales, tildados de “unitarios”, se
impuso por un lapso prolongado merced a la enérgica conducción de los caudillos
(2003, p. 184).
Por este motivo es que
consideramos que las denominaciones propuestas por Bohdziewicz (2008):
progresismo y tradicionalismo, son más precisas. O las que emplea San Martín en
carta a Guido cuando le escribe “Las consecuencias de la revolución deben
hacerse sentir necesariamente por muchos años y los dos grandes partidos de
orden y anarquía que se encuentran en presencia deben continuar la lucha hasta
que uno de los dos decida la cuestión de manera definitiva” (9 de enero de
1849) (Pasquali, 2010, p 336).
La uniformidad racionalista propia del Estado contemporáneo está signada
por la continua acción legislativa y centralista del poder soberano. En efecto,
hace notar Sergio Castaño, que a partir
del siglo XVIII cuando cobran plena vigencia en la praxis una serie de principios que remontan su origen a las
postrimerías de la Edad Media, y cuya concreción como usos político-jurídicos
representará un verdadero desplazamiento del eje sobre el que se organiza la
vida comunitaria. No se refiere el autor solo a la aparición de constituciones
escritas (que no comportan un cambio radical por estar escritas, sino en todo
caso por estar codificadas). Sino más bien considera que la centralización
institucional del poder, alimentada por el espíritu del régimen constitucionalista
contemporáneo, ha conllevado un cambio mayor. En efecto, tal centralización se
vio fortalecida por la idea rousseauniana de la voluntad general. Este concepto
en la Revolución francesa sufrió una transmutación de cuño liberal-burgués que
la expurgó de sus aristas más democráticas, aunque “no de su sesgo absorbente y
expansivo. Así, mientras los cánones constitucionalistas han afirmado una
“soberanía de la nación” o “del pueblo”, la potestad efectiva se ha atribuido a
sus representantes, quienes —en nombre de un titular despojado del ejercicio—
han practicado un poder absolutizado, como no habían conocido los reyes de l`ancien regime” (2011, p 93).
La distinción entre
constitución escrita (que
existiría, en principio,
en todo pueblo
no ágrafo) y
constitución entendida como
código exhaustivo aparece en Carl Schmitt[2]. La
ecuación Estado = Constitución (positiva, codificada y ex novo), al eliminar todo elemento voluntario o
histórico-particular consuma el proceso de despersonalización y racionalización
de la vida política (2011, p. 94). En este sentido los cambios que pretendieron
introducirse con la fallida Constitución del ’26 y que, si bien fue rechazada,
sin embargo inauguró otra época, pueden considerarse como factores de ruptura del
orden tradicional y un paso decidido hacia el Estado Liberal.
Sin embargo sabemos también de las resistentes continuidades del orden
político colonial jurisdiccional que entraron en conflicto con la irrupción de
las reformas que procuraban la construcción de un Estado Liberal. Tal como lo
demuestran los debates periodísticos o las divisiones de partidos. En esta
línea interpretativa Garriga ha resaltado que durante mucho tiempo la
historiografía del derecho ha identificado la idea de Estado con la de Estado
Moderno, como si fuera el único tipo de estatalidad que ha existido y puede
existir. “El Estado sería el resultado de un proceso de concentración del poder
político disperso en el cuerpo social hasta configurar un sujeto soberano, esto
es, capaz de definir e imponer el derecho sobre un cierto territorio” (Garriga,
2010). De tal modo que Estado era sinónimo de Estado Moderno, lo que supondría
que lo medieval era-no-estado. Pero ese paradigma estatalista ha sido puesto en
discusión con la “crisis del Estado”. Garriga propone siguiendo a la
historiografía jurídica italiana hablar de Estado jurisdiccional que pone menos
atención en los mecanismos de intervención (administrativa) y más en “los
dispositivos de garantía (jurisdiccional y para defensa de los derechos
tradicionales)”, que resultan frenos o resistencias a la construcción estatal. Estos
frenos también se pueden observar en este proceso político-jurídico. Esa idea
de ordo siguió vigente en las
organizaciones provinciales soberanas. Así pues, como señala Alejandro Agüero
(2014), también dentro del “Estado” se ha dado una similar imposición de un
modelo de análisis, cuando la doctrina constitucionalista sostiene que las
provincias no son “soberanas” sino “autónomas”. El autor señala así un
desplazamiento conceptual que se ha operado por el cual la idea de “autonomía”
se introdujo como sinónimo de “soberanía provincial” para acabar reemplazando a
la vieja noción de “soberanía provincial” y abandonando la tesis fundacional de
“soberanía dividida”.
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Constituyentes Argentinas. Buenos Aires: Universidad Nacional de Buenos Aires, Facultad de
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El
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1827.
El
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18, 21 de setiembre 1826.
El
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El
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Ternavasio, Marcela. Historia de la
Argentina 1806-1852, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2009.
[1] El Yunque Republicano, Mendoza, n.
7, 17 de diciembre 1829, p. 1, col. 1-2. La aclaración original es cáustica, y
suponemos que hace referencia a la condición de mulato de Rivadavia, ya que dice
textualmente: “anarquistas, (dictado con que tan generalmente califican los
negros a los blancos)”.
[2] Schmitt, K. Verfassungslehre, Berlín, Duncker & Humblot, 1993, pp. 14 y 15.
En particular, a lo largo de la parte I de esa obra Schmitt hace una medular
caracterización del concepto de constitución propio del Estado de derecho
liberal-burgués. Sobre el principio constitucionalista de la desvinculación
entre titularidad y ejercicio en la potestad política cfr. Sergio R. Castaño, Principios políticos para una teoría de la
constitución, Buenos Aires, Ábaco de Rodolfo Depalma, 2006, cap. IV: “¿Por
qué Bidart Campos llamó ‘mito’ a la soberanía del pueblo?”.
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