domingo, 21 de octubre de 2018

La Constitución de 1826, abordaje teórico

Compartimos un artículo presentado en el Coloquio de IDEHESI.
Asismismo puede encontrarse publicado en Academia.edu



Abordaje teórico del problema de la organización constitucional hacia 1826

Andrea Carina Greco de Álvarez
Proyecto de Investigación FCPyS, UNCuyo
Instituto de Investigación de Derecho Civil, UM
Instituto de Cultura Hispánica de San Rafael
ichsanrafael@gmail.com

Mesa 7: El Estado como problema teórico: abordajes y debates.

El trabajo se propone analizar el intento de organización del Estado Argentino por medio de la Constitución de 1826, a partir de los aportes teóricos realizados por los siguientes autores: García Pelayo y su tipología de los conceptos de constitución,  Rafael López Rosas y su Historia Constitucional Argentina, Marcela Ternavasio en su Historia  de la Argentina 1806-1852, Sergio Castaño y su trabajo sobre la estructura tradicional de la forma del poder y Carlos Garriga y su interpelación a la cultura “estatalista” y los conceptos acerca de las relaciones entre cultura jurisdiccional y cultura constitucional. 
Estos trabajos nos permiten analizar los abordajes del tema desde una cuádruple perspectiva: la idea de continuidad del “Orden jurisdiccional” y la de conformación del “Estado Moderno”, el concepto de constitución, el proceso jurídico y el proceso histórico.

Estos enfoques teóricos serán puestos en diálogo con los datos que nos aportan, como fuentes primarias, los periódicos cuyanos de esa época.
Finalmente, en esta triangulación entre aportes teóricos, distintas perspectivas del tema y datos aportados por las fuentes periodísticas se espera obtener unas conclusiones que consideren desde el punto de vista del derecho constitucional y de las prácticas institucionales cuáles podrían ser considerados como los elementos o factores de continuidad del Orden Jurisdiccional y cuáles los de ruptura y conformación de un Novus Ordo.  

El problema de la organización política del Estado

La organización política del Estado luego de los procesos de autonomía e independencia iniciados en 1810 y concluido en 1824, no fue un problema de fácil ni rápida solución. Opiniones, concepciones e ideologías divergentes dificultaban el logro de una solución aceptable por todos.
El trabajo se inserta en el campo de la Historia de las Instituciones y del Derecho y forma parte de un trabajo de mayor amplitud temporal. Emplearemos fuentes periodísticas debido a que el periodismo decimonónico, por sus características que centraban sus funciones en la expresión de opiniones y no en lo informativo noticioso, dio lugar a la mayor parte de los debates acerca del Estado Nacional.
Interesa conocer la incidencia de la discusión constitucional de 1826 en el proceso de conformación política del Estado liberal. La dificultad radica en encontrar el momento en que se produjo realmente la ruptura entre el antiguo orden y el paso al nuevo; o si no existió tal ruptura sino más bien una superposición de ambos órdenes. La historia crítica del Derecho ha señalado el error de aplicar el concepto de Estado al período del antiguo régimen, en el que existió una pluralidad jurídica propia de una sociedad estamental, y un gobierno de jueces que ejercían el poder de manera judicial, esto es con jurisdicción o capacidad de decir el derecho, algo que tuvo vigencia en todos los territorios de la Monarquía española hasta el período de la revolución de independencia y aún después (Garriga, 2004, 2010). Frente a estas características de la cultura jurisdiccional, el Estado liberal que se quiso instaurar a lo largo del siglo XIX se caracterizó por la “concentración del poder político disperso en el cuerpo social hasta configurar un sujeto soberano, esto es, capaz de definir e imponer el derecho sobre un cierto territorio” (Garriga, 2004, p 4).
Pero este proceso no fue inmediato y, como señala Alejandro Agüero, la primera mitad del siglo XIX resultó ser un período de transición con la singularidad de mostrar formas  de ejercicio del gobierno provenientes del período indiano en un marco de cambios.   El autor señala que aún en las discusiones de los constitucionalistas de 1853 se puede observar el rastro de la herencia jurisdiccional que remite a prácticas arraigadas en la tradición colonial, y que el peso de esa herencia volvería a aparecer en los debates de la reforma de 1860 (Agüero, 2014).
Con estos presupuestos se propone encarar este estudio. A ellos cabría sumar las perspectivas de Mannori, quien expresa que la relación entre el antiguo régimen y el mundo contemporáneo “se abre a una nueva perspectiva de lectura” cuando se observa desde la óptica de una evolución. Por eso afirma: “hoy es cada vez más difícil considerar la vieja concepción panjudicial del poder como una mera supervivencia medieval, en incurable disidencia con la modernidad. En realidad, en cada sociedad compleja y policéntrica el poder público es, antes que nada, poder de mediación” (1997, p 65). Aquellas simplificaciones han revelado su carácter artificial y nos remiten a algunos factores que se creían propios “de una época para olvidar”.
A la luz de los estudios realizados por estas revisiones de la historia jurídico institucional  y en particular los que abordan los cambios producidos en el mundo atlántico en el siglo XIX, el trabajo que se propone realizar prestará atención a los cambios y continuidades en el intento constitucional de 1826 como así también en las prácticas institucionales, tal como lo han hecho para otros espacios u otros aspectos de la organización política trabajos de Abásolo (2017), Corva (2017), Díaz Couselo (2017) para el caso argentino y Sanjurjo de Driollet (2017) para el caso de Mendoza. 
Como afirma Díaz Couselo, las primeras cinco décadas posteriores de la Revolución de mayo de 1810 es el período en que fracasa la organización política que buscaron establecer los intentos constitucionales de 1819 y 1826 y “a medida que avanzamos en el período abarcado percibimos la persistencia del derecho y la tradición indiana y la lenta evolución que se produce como consecuencia de la admisión de nuevos principios fundados en doctrinas dieciochescas. Pero el panorama no es igual en todas las provincias, sino que se presenta disímil en cuanto a la permanencia y el cambio en las respectivas organizaciones políticas y administrativas, pues en unas regiones influye más la tradición que en otras y a la inversa lo mismo ocurre con relación a la influencia de la ilustración” (2017, p 1436).
Este proceso político que se desarrolla a nivel nacional es simultáneo al de organización política de cada una de las nuevas entidades provinciales surgidas en 1820 en la región cuyana, Mendoza, San Juan y San Luis, unidos hasta 1820 en la Gobernación Intendencia de Cuyo (Bransboin, 2014; Sanjurjo, 2017), y luego coaligados mediante los tratados de San Miguel de las Lagunas (22-08-1822, Ravignani, 1937, t. IV, 2ª parte, p 158) y Huanacache (01-04-1827, Ravignani, 1937, t. IV, 2ª parte, p 171). La primera alianza es anterior al intento constitucional del ’26, mientras que la segunda es posterior.
Nos centraremos por tanto en la cuestión de la organización política. Para hacerlo vamos a detenernos en el análisis de las repercusiones periodísticas, en los medios cuyanos, de la fallida Constitución de 1826.

La Constitución de 1826: tres perspectivas

En los años que siguieron a la declaración de la independencia, en lo político, vemos la prevalencia del conflicto profundo entre dos proyectos antagónicos del país, que paulatinamente se van conformando: el unitario o progresista (según la denominación de Bohdziewicz) y el federal o tradicionalista. La organización institucional del país estaba por hacerse y estos dos proyectos encaraban visiones diferentes. Uno de los hitos en la búsqueda de la organización fue la labor del Congreso de 1824 que emitió dos documentos de importancia: la Ley Fundamental y la Constitución de 1826. Nos hemos interrogado acerca de la opinión que podemos rastrear en los periódicos cuyanos ante estos sucesos políticos.            
Como marco teórico, empleamos seis posiciones científicas que son antecedentes de importancia para el tema que nos ocupa: la tipología de los conceptos de constitución de García Pelayo(1984 y 1948); la clásica Historia Constitucional Argentina de Rafael López Rosas (1986); el estudio de la profesora Ana Castro sobre la postura de Mendoza ante las resoluciones del Congreso de 1824 y la Constitución de 1826 (1969); el enfoque que Marcela Ternavasio da a este proceso en su Historia  de la Argentina 1806-1852 (2009); Sergio Castaño en su trabajo sobre la estructura tradicional de la forma del poder (2011 y 2012); y, finalmente, Carlos Garriga en su interpelación a la cultura “estatalista” y los conceptos acerca de las relaciones entre cultura jurisdiccional y cultura constitucional (2010). Estos trabajos nos permitirán abordar el tema desde una triple perspectiva: la idea de constitución, el proceso jurídico y el proceso histórico. Finalmente, desde el punto de vista del derecho constitucional y de las prácticas institucionales esperamos poder arribar a una perspectiva general y abarcadora que nos permita concluir cuáles factores podrían ser considerados como los elementos de continuidad del Orden Jurisdiccional y cuáles los de ruptura y conformación de un Novus Ordo orientado hacia el Estado Moderno. 

 

El concepto de Constitución

                Dice Manuel García Pelayo que el concepto de constitución es uno de los que ofrecen mayor pluralidad de formulaciones, lo que explica que la palabra constitución suela ir acompañada de un adjetivo. Así se habla de constitución jurídica o de constitución “real”, de constitución política o de constitución normativa, de constitución material o de constitución formal, de constitución empírica o de constitución ideal, de constitución en sentido amplio o en sentido restringido. De allí que el autor considere necesario clasificar los conceptos de constitución en unos cuantos tipos. En la tipología que elabora, presenta “cada concepto-tipo como una estructura coherente y dotada de problemática peculiar, que reposa sobre cada una de las grandes corrientes espirituales, políticas y sociales del siglo XIX, y en las que éstas aparecen como momentos integrantes de la unidad de cada concepto” (1984, p 33).  Aclaremos que el autor al hablar de estos conceptos de constitución está remitiéndonos al constitucionalismo moderno, que es algo diferente de la constitución real de una sociedad.
Es claro que toda tipificación implica abstracciones que no siempre están acordes con la realidad, sin embargo es posible, razones metodológicas, tomarla como guía.
                Los tres tipos de Constitución son: la que se desprende del concepto racional-normativo, que la considera como el conjunto de normas escritas establecidas de una vez y para siempre, que rigen la vida de los pueblos y regulan los organismos del estado y el ámbito de su competencia. El concepto histórico-tradicional, derivado de la corriente historicista, considera a la Constitución como el resultado de una lenta transformación histórica de las comunidades –no sólo el producto de la razón– que puede o no ser plasmado en un texto escrito. Por último el concepto sociológico, ve a la Constitución no como resultado del devenir histórico sino como la expresión de los factores reales de poder.
                En el primer tipo, la constitución es, pues, un sistema de normas. No representa una suma o resultante de decisiones parciales tomadas según van surgiendo los acontecimientos o presentándose las situaciones, sino que parte de la creencia en la posibilidad de establecer de una vez para siempre y de manera general un esquema de organización en el que se encierre la vida toda del Estado y en el que se subsuman todos los casos particulares posibles. En esencia, se trata de una aplicación concreta y sublimizada del concepto de ley con el que opera el liberalismo, de la creencia en la posibilidad de una planificación de la vida política, de una racionalización del acaecer político. Esto representa, a su vez, la aplicación al campo jurídico-político de las formas intelectuales de la ilustración:
De la misma manera que sólo la razón es capaz de poner orden en el caos de los fenómenos, así también sólo donde existe constitución en sentido normativo cabe hablar de orden y estabilidad políticos [...]. Cuando esta idea de la razón se aplica al campo político, entonces todos los poderes e instituciones tradicionales -monarcas, parlamentos, cuerpos administrativos, magistrados- [...] deben su existencia y competencias precisamente a la constitución considerada como un complejo normativo [...] Por consiguiente, no cabe existencia jurídico-política fuera de la constitución normativa.
Esto nos lleva a otra característica del concepto racional de constitución, a saber: la despersonalización de la soberanía y la afirmación de la constitución como soberana. En efecto: si la soberanía es el poder de mandar sin excepción, y si todas las facultades de mando son tales en cuanto son expresión y se mueven dentro del ámbito de la constitución, es claro que la constitución es soberana [...]. Si la nota esencial de la soberanía es el poder de dar leyes y la constitución es la norma de las normas [...], de manera que un precepto jurídico sólo es válido en cuanto derive de la constitución, entonces es claro que la soberanía está encarnada en la constitución (1948, p 57-58).
Concluye por tanto, García Pelayo, que el concepto racional normativo supone una especie de deificación de la constitución, ya que por ella los reyes reinan, los parlamentos legislan, los gobiernos gobiernan y las leyes rigen.
Sergio Castaño considera una explicación magistral de García-Pelayo al delinear el modelo “racional-normativo” de organización legal-constitucional, que ya no se trata de que la constitución jurídica exprese un determinado orden, sino contrariamente que el orden es creado por ella. La razón iluminista disuelve así la tradición, la revelación, la concretidad histórica, y luego reconstruye la realidad desde la razón misma, acota Castaño. Esto se traduce, en el campo político, en la licuación de los poderes y las instituciones sociales, que deben su existencia y fines a las normas entre las cuales se disuelven, pues es la carta la que confiere existencia a los poderes sociales y políticos. De allí que la soberanía ya no radique en personas o cuerpos sociales, sino en el sistema normativo (2011, p 96).
El concepto histórico tradicional surge en su formulación consciente como actitud polémica frente al concepto racional, o, más precisamente, como ideología del conservatismo frente al liberalismo:
El revolucionario mira al futuro y cree en la posibilidad de conformarlo; el conservador mira al pasado y tiende a considerarlo como un orden inmutable. Cuando esta oposición política se traslada al plano teórico, se integra en otra antinomia [...] que se hace patente en el primer tercio del siglo XIX: la oposición entre razón e historia, entre racionalismo –o naturalismo– e historicismo [...]. Al sistema –tan esencial y fundamental para la concepción racional de constitución– se contrapone, pues, la Historia (García Pelayo, 1948, p 66-67).
La Historia es el reino de lo individual, según la idea heracliteana se compone de situaciones que fueron una vez, pero que ya no serán; el mundo histórico es, pues, algo que continuamente deviene, le es esencial la constante transformación. Sin embargo, en el mismo hecho de esta transformación es que radica su continuidad, “de modo que sólo podemos explicar el presente en función de un pasado, y, por consecuencia, del ser de ayer debemos extraer el deber ser de hoy y de mañana” (García Pelayo, 1948, p 67). La conciencia histórica constituye el fundamento espiritual de esta tesis que sostiene en lo esencial que la constitución de un pueblo no es un sistema producto de la razón, sino una estructura “resultado de una lenta transformación histórica, en la que intervienen frecuentes motivos irracionales y fortuitos irreductibles a un esquema. Por consiguiente, está claro que la constitución de un país no es creación de un acto único y total, sino de actos parciales reflejos de situaciones concretas y, frecuentemente, de usos y costumbres formados lentamente y cuya fecha de nacimiento es imprecisa” (García Pelayo, 1948, p 68). De esto se deriva que la ordenación constitucional debe responder al espíritu o al carácter nacional, porque cada pueblo es una individualidad, y por lo mismo no es posible su extensión a otros países o su recepción por ellos. García Pelayo hace notar que estos pensamientos son desarrollados de una manera más o menos enérgica y pura, por lo que los pensadores que adhieren a esta postura pueden distinguirse dos grupos:
a)            Los que consideran la constitución como una situación puramente histórica y la Historia como un campo rebelde a la razón y planificación humanas, sea por motivos inmanentes a ella, sea por considerarla como ejecución de una providencia divina (Burke). Esta tesis es para García Pelayo correlativa al conservadorismo puro.
b)           Los que consideran que la razón es capaz de moldear la Historia en cierta medida, de planificar el futuro dentro de los datos de una situación histórica, o de llegar, en fin, a una armonía con ella. Ésta fue representada por un liberalismo moderado, por una burguesía tan temerosa del absolutismo como de la democracia, que acaba pactando con los poderes sociales tradicionales, o, dicho de otra manera, integrándose en el Estado “histórico”. Representación genuina de esta tendencia son los liberales doctrinarios (los de la Restauración en Francia, también Humboldt). Partiendo de estas premisas, “es claro que esta constitución no sólo no necesita ser escrita en su totalidad, sino que la costumbre ha de tener en ella toda la dignidad que le corresponde” (García Pelayo, 1948, p 71).
Finalmente, dentro de la concepción histórica, contrariamente a la racional-normativa,  no es posible una despersonalización de la soberanía. Esta reside en una persona o en unos órganos concretos, y como resultado de un desarrollo histórico o como principio inmanente al mismo.
Si el tipo anterior nace en el debate contra el concepto racional-normativo, esta concepción:
surge como concepto polémico mantenido por conservadores y socialistas contra el Estado liberal, atacando lo que constituía la clave jurídico política de sistema, es decir, la teoría racional de la constitución, y buscando en tal doctrina una base ideológica de sustentación a sus pretensiones políticas. Los conservadores, porque al sostener que la constitución jurídico normativa y la distribución de poderes que ella comporta ha de coincidir con la constitución real, daban mayor seguridad, precisión y garantía a una situación fáctica que les era favorable, en virtud de la fuerza que posee el Derecho para estabilizar y asegurar una situación de poder social [...]. Pero es también un concepto típicamente socialista en cuanto que, en su virtud: a) frente a la igualdad y libertad, afirmadas formalmente por las constituciones liberales burguesas, puede oponerse una realidad social de índole diferente y antagónica, y "desenmascarar" con ello el carácter "ideológico" y "de clase" del constitucionalismo liberal burgués; y b) en cuanto que, como consecuencia, se patentizas la necesidad de actuar sobre la estructura económico social, transformándola en un cierto sentido a fin de poder realizar un determinado mundo de valores políticos (García Pelayo, 1948, p 78-79).
Obviamente en este concepto de constitución cabe hablar de la soberanía abstracta y despersonalizada de la constitución, sino de poderes concretos. El concepto sociológico de constitución es la proyección del sociologismo en el campo constitucional. Entendemos por tal una concepción científica y una actitud mental que de manera más o menos intensa y extensa relativiza la política, el Derecho y la cultura a situaciones sociales. Se caracteriza por fundamentarse en las siguientes afirmaciones: a) la constitución es primordialmente una forma de ser, y no de deber ser; b) la constitución no es resultado del pasado, sino inmanencia de las situaciones y estructuras sociales del presente, con situaciones y relaciones económicas; c) la constitución no se sustenta en una norma trascendente, sino que la sociedad tiene su propia “legalidad”, rebelde a la pura normatividad e imposible de ser domeñada por ella; el ser, no de ayer, sino de hoy, tiene su propia estructura, de la que emerge o a la que debe adaptarse el deber ser; d) si en lo que respecta al derecho la concepción racional gira sobre el momento de validez, y la histórica sobre el de legitimidad, la concepción sociológica lo hace sobre el de vigencia.
En conclusión, es característica del concepto sociológico de constitución entender que la estructura política real de un pueblo no es creación de una normatividad, sino expresión de una infraestructura social, y que si tal normatividad quiere ser vigente ha de ser expresión y sistematización de aquella realidad social subyacente.

El proceso jurídico        

                El capítulo que analizamos de López Rosas estudia el proceso jurídico que se inicia con la Ley Fundamental y desemboca en la sanción de la Constitución de 1826.
                La Ley Fundamental fue presentada ante el Congreso en la sesión del 22 de diciembre de 1824. El autor considera que la hondura de sus principios ajustados a la realidad nacional daban las bases para un verdadero pacto de provincias, de donde debería partirse para todo intento de organización nacional.
                El proyecto tuvo su fuente principal en el Pacto de Confederación de los Estados Unidos de América, pero al darle forma definitiva, considera López Rosas que el modelo norteamericano de pacto confederacional fue desechado, “convirtiendo a la Ley Fundamental en un pacto sui generis, más acorde con la realidad institucional de nuestras provincias, si bien algunas facultades acordadas en el primer proyecto fueron retaceadas en el segundo” (1986, p 312). El pacto de unión que se ratificaba por medio de esta Ley, expresado claramente en el art. 1º de la misma, revestía un profundo significado, considerando que en el Congreso de Tucumán no habían estado presentes todas las provincias, era esta la única oportunidad en que, posteriormente a la independencia, se ligaban solemnemente todas bajo una ley común.
                El art. 3º es de singular significación dado que, al establecer la salvaguarda de la autonomía provincial, esto implicaba “el triunfo de los principios federales” (1986, p 313). Cada provincia conservaba y se regiría por las autoridades que había creado durante los años de autonomía. Cada estado particular mantendría en vigor su Constitución y Leyes, creados durante el aislamiento provincial. Por el art. 6º, se facultaba a las provincias a considerar la Constitución que sancionare el Congreso la que no podría ser promulgada sin la aceptación de las provincias.
                El art. 7º fue aprobado luego de discusiones entre los representantes puesto que establecía la delegación del Gobierno provisional en Buenos Aires. Finalmente, razones de orden práctico y el anhelo de pacificación de los diputados del interior que se oponían, llevaron a la aceptación de este artículo.
                ¿Cuál fue el proceso por el cual de esta Ley que consagraba los principios federales se concluyó en una Constitución contraria? López Rosas sostiene que:
el conflicto surgido a raíz de la ocupación de la Banda Oriental, el manejo de las relaciones exteriores, convenios y tratados internacionales, así como el mantenimiento de las relaciones con las diversas provincias y los problemas subsiguientes, fueron concretando, poco a poco, el viejo anhelo del grupo unitario de consolidar en forma permanente el Ejecutivo nacional, ejercido provisionalmente por el Gobierno de Buenos Aires (1986, p 317).
                Los diputados Moreno y Gorriti se opusieron abiertamente por considerar que este proyecto era atentatorio contra la Ley Fundamental. Afirma el autor que “Con la ausencia de la mayoría de los diputados del interior se aprueba la ley de Presidencia, hábilmente presentada en el momento oportuno y sagazmente defendida por los hombres del unitarismo” (1986, p 319). La ruptura con el interior estaba declarada, dado que, antes de sancionar una Constitución y organizar los poderes, se constituía un poder en forma permanente, violando así los principios de la Ley Fundamental y el espíritu del Congreso. Concluye “la disolución nacional era un hecho. Faltaba ahora el resto de la comedia” (1986, p 319).
                Cuando asume Rivadavia en el acto inaugural anuncia su intención de capitalizar Buenos Aires. Respecto de este hecho asevera López Rosas citando a Emilio Ravignani “El derrumbe de Rivadavia comenzaba desde el primer día. ‘Era un plan perfectamente concebido –expresa Ravignani– pero, entre el problema de la capital y la sanción de la constitución se producirá el movimiento federal” (1986, p 321).
                Durante el año 1825 las provincias habían sido consultadas acerca de la forma de gobierno a fin de que se expidieran por “la forma federal o la forma de unidad nacional”. De esas consultas resultó que cinco provincias estaban a favor del sistema federal, tres se expidieron por el unitario, tres dejaron la cuestión librada a la resolución del Congreso y cinco no se habían pronunciado. La Comisión presentó el panorama de manera que le permitiera “justificar el proyecto de decreto que habría de presentar en la misma sesión” (1986, p 327).
                La discusión que se abrió manifestaba a las claras que:
ya no era una cuestión de porteños y provincianos, ni de un partido oficial frente a un aglutinamiento opositor; eran dos estilos de vida, cuyas raíces se perdían en lo hondo de la historia nacional, dos ideologías con planteamientos claros y definidos en materia económica, política y social. Dos mundos históricos, representativos de las dos corrientes argentinas más fundamentales dentro del proceso institucional, de tanta importancia y gravitación que, durante más de un siglo, habrían de encauzar el pensamiento de los partidos políticos nacionales (1986, 330-331).
                La Constitución de 1826 fue, desde el punto de vista de la técnica constitucional, juntamente con la de 1819, el documento más completo y elaborado y uno de los antecedentes de la del 53. Es cierto que no era obra de improvisadores, sino de hombres conocedores de la ciencia constitucional. Pero, López Rosas, agrega:
bien sabemos, también que las leyes deben ser el producto de la evolución del medio social en que se gestan, el resultado de los factores históricos y el logro efectivo de las libertades, regulando la vida de las instituciones y de los hombres, de acuerdo con las necesidades esenciales de la vida nacional. Poco de esto consultó la Constitución de 1826, ajena a la aspiración autonómica y federalista de las provincias, demostrada elocuentemente en su violento rechazo, apenas fue sancionada (1986, p 337).
La Constitución considerada aisladamente como documento institucional, fue un resumen de doctrinas políticas y expresión de una técnica jurídica, pero la Constitución como documento histórico, estaba llamada a auscultar la realidad nacional y ser expresión de las necesidades colectivas. Es con este segundo aspecto que se relaciona el repudio de las provincias y por eso su fracaso “no fue sólo obra de las circunstancias políticas o influencia de facciones, sino la expresión espontánea y unánime de un pueblo” (1986, p 338).
                En un balance final, las causas que llevaron al fracaso y renuncia de Rivadavia: la violación de la Ley Fundamental, especialmente con las leyes de Presidencia y Capital, la desnaturalización de la forma de gobierno, contraria a la apetencia de los pueblos, y el remate final sancionando una Constitución que borraba las autonomías provinciales provocó la ruptura que se preveía. A esto debe adicionarse los fracasos de la política presidencial rivadaviana: la reforma enfitéutica, el Banco Nacional, el empréstito Baring Brothers, la explotación de minas de Famatina, el fin de la Asociación Agrícola Río de la Plata, la fracasada política inmigratoria y la decapitación de la provincia más poderosa. Todo esto en el orden interno, más los fracasos en política exterior terminarían consumando el derrumbe final.

El proceso histórico

                El tercer estudio que empleamos, el de Ana Castro, nos sitúa ante la cuestión del proceso histórico en su conjunto.
                Si analizamos el proceso histórico en su conjunto vemos que las desigualdades entre las concepciones constitucionales probablemente no sean tan tajantes. Tal vez, no sea tan clara la diferenciación de conceptos políticos si tenemos en cuenta que el diputado unitario Julián Segundo de Agüero sostiene: “Si se quiere dar una constitución y que esta sea buena, es preciso que se suponga la organización en el estado, porque si no, es imposible que la constitución tenga efecto, ni pueda llevarse a ejecución. Empecemos, […] o sigamos […] organizando el estado. Cuando éste esté organizado, será el tiempo de dar la constitución” (1937, t II, p 22). Propone así la necesidad de una organización previa a la Constitución. Si nos dejamos llevar sólo por el discurso, podría parecer que estamos ante una concepción histórica-tradicional. Ahora, si analizamos al mismo tiempo las circunstancias y los sucesos políticos advertimos, como lo hace Castro, con Vicente Sierra que estas palabras “no pasaban de un pretexto a fin de realizar un plan”. Ese plan era el que trazaba la logia y consistía en “unitarizar el país, y para ello, ir dando las leyes progresivamente y organizando la nación por partes, instalando, primero, el Poder Ejecutivo” con plenos poderes (1978, t VII, p 460). 
Es el proceso que se advierte desde la Ley Fundamental (23 de enero de 1825) que establece la forma de gobierno federal, pasando por la Ley de Consultas (21 de junio de 1825) por la que los representantes debían consultar sobre la forma de gobierno a sus provincias; la Ley de Duplicación de los Diputados (19 de noviembre de 1825); la Ley de Presidencia Permanente (6 de febrero de 1826) con Rivadavia como Presidente; La Ley de Consolidación de la Deuda (15 de febrero de 1826) poniendo como garantías de la deuda todas las tierras y demás bienes inmuebles que pasaban a ser propiedad nacional; la Ley de Capitalización (7 de marzo) por la que desaparecía la Provincia de Buenos Aires, hasta la Constitución Unitaria (24 de diciembre de 1826).
                Ana Castro ha analizado la situación política del año 1825 mientras se sucedían en el Congreso los debates sobre la forma de gobierno. El ex ministro de Buenos Aires, Rivadavia realizaba en Londres gestiones para promover la explotación de las minas de oro y plata del territorio de las Provincias Unidas. La pro­paganda sobre las fabulosas riquezas argentinas había entusiasmado a los inversores británicos a adquirir las acciones de la River Plate Minning Association. En julio habían llegado a Buenos Aires los ingenieros y obreros de la Compañía, dis­puestos a agilizar los trámites para comenzar la explotación del Famatina. Pero un grave inconveniente les cerraba el paso: la Ley Fundamental, sancio­nada en enero, que aseguraba las autonomías provinciales y por lo tanto el de­recho de la provincia de La Rioja a explotar sus minerales y mantener su Casa de Moneda. Urgía la presencia de Rivadavia en el país para disipar el “mal entendido”, así  en octubre el ex-ministro regresó a Buenos Aires. Para que la Minning pudiera explotar sin problemas las riquezas minerales, era necesario un cambio y Rivadavia lo logró. En reveladoras cartas a Hullet, anuncia haber tomado las primeras medidas tendientes a cambiar la situación. Mientras Lamadrid marchaba a Tucumán a reclutar soldados para la guerra con el Brasil, y se tomaba el Gobierno de la provincia norteña, el grupo unitario se preparaba para dominar el Congreso. Pretextando la gravedad de las circunstancias y la necesidad de contar con más luces para dilucidar el problema planteado en torno a la forma de gobierno, presentaron el proyecto de duplicar los representantes lo que dio una rápida mayoría a Buenos Aires en el Congreso (1969, p 396). De allí en adelante toda la labor legislativa del Congreso se orientó a instaurar la Unidad de Régimen y aceitar los mecanismos económicos que nos subordinaban a Inglaterra por el empréstito y la explotación de las minas de oro y plata.
                Este es el contexto en que fue creada la Presidencia y sancionada la Constitución. El mismo Rivadavia lo afirma en carta a los banqueros londinenses del 6 de noviembre de 1825, el conflicto ocasionado con respecto a la explotación de Famatina por los términos de la Ley Fundamental esperaba solucionarlo en el transcurso de un corto plazo con el establecimiento de un Gobierno Nacional.
Coincidentemente, Ternavasio sostiene que los unitarios “dominaron la política del Congreso, pero fracasaron en sus objetivos. La Constitución dictada en 1826 fue rechazada por la mayoría de la provincias” (2009, p 149). La Constitución del 26 no logró imponerse en el país por ir a contrapelo de sus circunstancias históricas. La consecuencia, señala la autora fue el regreso a la situación anterior de autonomía y quedaron divididas en dos bloques: la Liga Unitaria y la Liga Federal. A diferencia del análisis de Castro, Ternavasio considera que “desde el comienzo se puso de manifiesto una mayor gravitación de la delegación porteña” (2009, p 150). Para demostrar esta afirmación es que hace notar que “Pocos días después [de la sanción de la Ley Fundamental] se firmó el Tratado de Amistad, Comercio y Navegación con Gran Bretaña (…) en el que Inglaterra obtuvo el tratamiento de nación más favorecida” (2009, p 150). El respeto por parte del gobernador  Las Heras de las resoluciones de la Ley Fundamental es signo de la “aún prudente y cautelosa posición del gobierno de Buenos Aires y de los diputados bonaerenses, que predominó en el Congreso durante la primera etapa” (2009, p 152). Sin embargo también nos hace notar que esa prudencia de Las Heras irritaba al círculo rivadaviano y a los diputados integrantes del séquito del ex ministro. Entonces decidieron la duplicación de los diputados, que “favoreció al grupo porteño liderado por Rivadavia, aunque permitió también el ingreso de algunos líderes de la oposición porteña, como Dorrego y Moreno, en representación de otras provincias” (2009, p 152). Estos esgrimieron al sancionarse la Ley de Presidencia que la misma violaba la Ley Fundamental porque el Congreso se excedía en sus atribuciones.  Otro aspecto que remarca la autora es que ahora sí el modelo de referencia será más claramente que en la década anterior el norteamericano. Por otra parte, los debates del Congreso “muestran un complejo mapa de adhesiones y lealtades en el que la independencia de opinión de muchos diputados frente a determinados proyectos puntuales era frecuente” (2009, p 153). En el marco de esa complejidad el partido porteño se escindió entre los partidarios del Orden y los liberales rivadavianos ante la propuesta del Presidente Rivadavia de Ley de Capitalización. Los factores económicos vinculados a la Capitalización, al federalizar la principal franja para el comercio ultramarino y obtener así la mayor fuente de recursos fiscales por la Aduana. “Se dividieron las posiciones entre los unitarios, defensores de un régimen centralizado y los federales, propulsores de un régimen que pretendía dotar de mayor autonomía a las provincias” (2009, p 149). En otra obra, la tesis de la autora consigna además que la reunión del Congreso Constituyente y, más aún, la ley de capitalización que federalizaba Buenos Aires fue también el punto de inflexión para los hacendados como Rosas que “temieron perder la aceitada relación existente entre la ciudad –con su puerto de exportación- y el campo (…) Rosas, con sus primos Anchorena, lideró reuniones en la campaña y elaboró petitorios en oposición al proyecto” (2005, p 18).
No hace  referencia la autora al compromiso de Rivadavia con los ingleses en relación a la extracción de minerales en Famatina, aunque sí señala el cambio de actitud de Quiroga, favorable en principio, al sistema de unidad. Las divisiones producidas en el interior del Congreso se trasladaron también a las provincias “con virulencia hasta entonces desconocida” (2009, p 160).
Ternavasio se pregunta cuáles eran los cambios con respecto a la anterior acefalía: la de 1820. Sintetiza los cambios en los siguientes aspectos: desaparecidos los Cabildos, no podían ser estas instituciones quienes ocuparan provisionalmente el poder; reconfiguración del poder político e institucional con la conformación de “las repúblicas provinciales” (2009, p 161) e integración de “espacios urbanos y rurales a través de los entramados jurídicos sancionados durante la década” (2009, p 161). Se había producido así un desplazamiento del poder desde los tradicionales espacios urbanos coloniales hacia un nuevo espacio político en el que la campaña comenzaba a cobrar mayor relevancia” (2009, p 161).   Otra transformación que señala la autora es la que se produce en las provincias al advertir éstas, “las dificultades de vivir en el marco de una autonomía absoluta, sin recursos con los cuales sostenerse; la conformación de ligas interprovinciales evidenciaba tal debilidad” (2009, p 162). Sin embargo en el caso de las provincias de Cuyo el tratado de San Miguel de las Lagunas (22-08-1822) es anterior al intento constitucional del ’26, mientras que el de Huanacache (01-04-1827) es posterior. Por lo tanto, en todo caso habríamos de pensar que las provincias de Cuyo, percibieron esa dificultad en ambos períodos.
Con el fracaso del Gobierno Rivadaviano, del Congreso Constituyente y la Constitución de 1826, el enfoque había cambiado. La discusión ya no pasaría por la cuestión constitucional, los modelos ya no se buscarían tanto en el extranjero, y especialmente luego del fusilamiento de Dorrego las aguas se dividirían y aparecería sí la neta separación entre federales y unitarios que no había sido tan nítida hasta entonces. Esta opinión es compartida por autores de diferentes posiciones historiográficas. Así lo expresa Marcela Ternavasio titulando el capítulo correspondiente a la época como “la unidad imposible”.

La repercusión periodística

Si aplicamos la tipología de concepto constitucional de García Pelayo al periodismo cuyano observaremos que la ilustración prima en la mayor parte de los periódicos: El Eco de los Andes, El Yunque Republicano, el Iris Argentino, de Mendoza y El Solitario de San Juan. En ellos las ideas que aparecen son las propias del siglo XVIII, con predominancia, por tanto del concepto de constitución racional-normativo. Dentro de este marco conceptual en El Solitario leemos: “La Constitución de un Estado no es otra cosa que el contrato y las condiciones en virtud de las cuales, una porción de individuos se comprometen a formar una sociedad política, una nación” (El Solitario, 1829, n. 5). 
                Es señalada como una excepción la postura de El Verdadero Amigo del País, donde observan claras líneas de adhesión al concepto histórico-tradicional:
La Constitución perfecta es el resultado de un lento proceso que se desarrolla en el tiempo y con la expe­riencia. Por eso el edificio constitucional, “obra tan for­mal”, no puede ser levantado de una sola vez. “Es conducta más cuerda –dicen comentando un proyecto constitucional chileno– la de disponer los ánimos de la opinión pública y ordenar una Constitución por leyes aisladas, pues una carta debe ser conforme a la voluntad de la nación”, pues “sería vano establecer la más bella forma de gobierno y dictar las mejores leyes si las costumbres no estuviesen en consonancia con ellas, por­que no sería más que una vana estatua formada en el aire” (Hualde, 1973, p 66-67). 
                El Iris Argentino en 1826 mientras se debate el proyecto constitucional compara la situación que se plantea con la suscitada durante el debate de la Constitución de 1819:
Si en los dos Congresos, compuestos de hombres diferentes, electos por pueblos de dos épocas muy distintas, se han fijado los mismos principios para la organización de la nación, ésta es la prueba más clara que en lo sustancial, tanto la Constitución de 1819 como el pre­sente proyecto encierran las bases del gobierno más ade­cuadas a la situación moral y física de las provincias ar­gentinas (1826, n. 18).
Posteriormente, “hacia 1827, se inclina abier­tamente por la aceptación de la Constitución y el régimen unitario que ésta sostiene, a pesar del pronunciamiento que el Gobierno de Mendoza había hecho en 1825 por la forma federal” (Hualde, 1973, p 67). Por esta razón se enfrentó con El Telégrafo. A este cambio se refiere El Iris Argentino cuando co­menta desde sus páginas que la mayoría de los hombres pensadores de la provincia, se habían decidido por la forma federal subyugados por la prosperidad de los Estados Unidos, que veían adaptable a nuestras provincias. Pero después, convencidos por la luz de la razón que resulta de las discu­siones del Congreso y de todos los periódicos que trataron esta cuestión, se han persuadido “que la obra del Soberano Congreso es la obra de la Sabiduría y el Código que más conviene a nuestras circunstancias” (1827, n. 48). El motivo de alabanza es que “es la más liberal que se ha conocido, obra de la experiencia adquirida en diecisiete años de revolución. Las leyes que contiene han sido hechas con sabia y reflexionada lentitud. ¿Por qué se oponen a algo que no conocen?, se pregunta. Sólo por la forma de gobierno” (1827, n. 43).
                Contrariamente El Yunque Republicano, precisamente a raíz de estas imputaciones que los unitarios hacen a los federales, transcribe los fundamen­tos del sistema federal defendidos por la Comisión Repre­sentativa que debía expedirse al respecto (1825) en víspe­ras de la reunión del Congreso General Constituyente. Con esto pretende demostrar que “tan hermoso documento” no pudo haber sido redactado en ningún momento por “anar­quistas” (como llaman los unitarios a los federales)[1]:
Se ha gritado con un descaro que sorprende, que los anarquistas (los federales) no querían constitución, no que­rían patria, no tenían interés por el país y que eran parti­darios del desorden, para aprovecharse de él algunos jefes que estaban al frente del partido de federación. Los sacri­ficios honorables que han hecho esos jefes son acaso ini­mitables; mientras las heridas abiertas por esa constelación de hombres eminentes, que bien podría llamarse de necios a la moda, o de locos llenos de orgullo y vanidad, siempre recordarán a la patria la fatal existencia de ellos y la harán verter sangre (1829, n. 8).
                El Yunque Republicano comparte la idea de la necesidad de organizarse constitucionalmente pero siempre bajo los principios federales, por lo que rechaza de manera contundente a la Constitución unitaria de 1826:
Es preciso resolvernos a ser americanos y abandonar el fausto y las pretensiones de los países que con otra población, otra riqueza, otros recursos, son omnipotentes, respecto de nosotros […] Ya hemos fracasado tantas veces con el porvenir maravillosos […] con ideas bellas por atrevidas, pero irrealizables entre nosotros […] ¡A los que enrolados en una justa oposición, veían impracticables estas lindas necesidades; se les trataba de brutos de caciques egoístas! […] Sin buscar los males en otra causa extraña, sin que el Cielo castigue, sin obra de magia; es preciso confesar, que nuestros males son efectos de esa inflazón innovadora y solo de esa inflazón (1830, n.12 y 13).
En cuanto al proceso jurídico es importante considerar que paralelamente al choque que se produce en el Congreso, López Rosas señala que se libra un combate entre los periódicos, El Tribuno contra el Mensajero Argentino, en los círculos influyentes los hacendados contra los doctores, en los panfletos, etc. Miguel Ángel de Marco dedica un parágrafo a esta “guerra de la prensa”. El Tribuno estaba redactado por los diputados Dorrego, Sáenz Cavia y Ugarteche, plana mayor del partido federal; mientras que el Mensajero Argentino, publicado con los recursos del estado por su condición de periódico “ministerial”, estaba a cargo de Juan Cruz Varela, Agustín Delgado, Valentín Alsina y Francisco Pico (De Marco, p 118 y 122). Esta misma repercusión y polémica periodística es la que nosotros encontramos en los periódicos cuyanos. Así hemos visto la discusión que entabla El Iris Argentino con El Telégrafo (Greco, 2015, p. 160). Podemos leer las expresiones de menosprecio de El Iris hacia el Señor Representante, el canónigo Lorenzo Güiraldes:
Parece que el Sr. Representante no hubiera tenido en esta parte otro objeto que mostrar su profundidad histórica […] sólo diremos que el Sr. Representante estuvo demasiado pesado esta vez. ¿Qué tiene que ver Solón, Licurgo y Minos, ni qué vale su autoridad en el examen de la Constitución presentada por el Congreso? ¿Qué tienen de común las disposiciones de aquellos antiguos legisladores, con las instituciones de los pueblos modernos? […] Los pueblos modernos no pueden vivir a lo Espartano, porque la suma pobreza no se acomoda con la civilización moderna, ni tampoco a lo Ateniense, porque están persuadidos que, en donde el populacho más soez, promueve agitaciones diarias, movidos por demagogos, se perjudica demasiado al espíritu de industria, a la moralidad del pueblo y se amenaza la seguridad de los ciudadanos. […] Déjese pues el Sr. Güiraldes de dar sus raciocinios sobre autoridades que cuentan poco en los cálculos de los legisladores de nuestros días; saque sus argumentos de las luces que presenta la civilización moderna; déjese de vagar sobre todo, y entonces en el concepto de sus conciudadanos lo que pretende ser (1827, n. 56).
Al reseñar el discurso del Dr. Juan Agustín Maza califica algunas de las expresiones de este de “disparate”, o de “falso y falsísimo”, de otras dice que:
no podemos decir por más que queramos que el Sr. Representante se ha equivocado, porque una equivocación de esta clase, es capaz de experimentarla sólo un ignorante. Esta calidad no pertenece el Sr. Representante. De consiguiente es necesario que se avenga a sufrir que se le crea con un poco de mala fe (1827, n. 56).
Hemos visto también en periódicos sanjuaninos, como El Amigo del Orden, El Repetidor y El Ingenuo Sanjuanino hacerse eco también de estas discusiones, reproduciendo artículos de El Mensajero Argentino y El Duende de Buenos Ayres, o argumentando en pro de las cualidades que deben tener los Congresales Constituyentes (Greco, 2015, p 230-236).
Para poder entender en profundidad las argumentaciones de los periódicos cuyanos hay que tener en cuenta todo el proceso históricos que lleva a Ana Castro a formular la siguiente conclusión con respecto a la política mendocina: “El partido liberal mendocino se pronuncia por la forma republicana federal, por lo tanto, el esquema liberal-unitario, aplicable a Buenos Aires, no tiene vigencia en Mendoza” (1969, p 419). Esta actitud federal se mantiene durante los años 24 y 25, como se observa en las publicaciones de El Eco de los Andes. Al mismo tiempo que advertimos la clara postura liberal del periódico: considera a las reformas rivadavianas como avanzada del progreso y la ilustración, apoya la política anticlerical y la política económica porteña aunque sea perjudicial para las provincias. Esta posición cambiará más tarde, después del fracaso constitucional del ’26, cuando las aguas se vayan dividiendo y los liberales se aglutinen en torno al proyecto del unitarismo progresista.
En ese proceso histórico completo, como hemos mencionado, no sólo está el tema constitucional sino una serie de asuntos concatenados entre los que se puede mencionar la cuestión de la minería, la monetaria, la Presidencia y la serie de Leyes que fueron posibilitando estos cambios (incluido el Tratado anglo-británico y la reforma eclesiástica). En los periódicos encontramos fuertes debates acerca de estos temas como las polémicas que sostiene El Yunque Republicano contra El Tiempo y El Pampero en defensa de las políticas gubernamentales; el elogio del Amigo del Orden para con la Ley de Duplicación de los diputados; la batalla periodística entre El Repetidor y El Ingenuo Sanjuanino por los “Billetes del Banco” (Greco, 2015, p 233).
                 Sólo podríamos agregar que a juzgar por lo que leemos en El Iris Argentino, algunos contemporáneos advirtieron la maniobra tendiente a “unitarizar” el país. Así el Representante Dr. Juan Agustín Maza había denunciado:
Que era necesario considerar que el Congreso actual no merece la confianza de los pueblos, pues algunos de sus miembros que combatían la federación, habían sido sus partidarios y que la comisión misma de negocios constitucionales del Congreso, habían sido partidarios de la federación al tiempo de extender el dictamen, y que cuando se trató de votar sobre el artículo que fijaba su carácter en la discusión de la Constitución ya estaban enteramente unitarios: que era a la verdad milagroso aquel cambio y dio a entender que aquellos sobre quienes recaían sus indicaciones habían sido corrompidos. Dijo finalmente el Representante que él estaba persuadido, y que debían estarlo todos, de que los Unitarios habían abrazado esta opinión por intereses particulares, que era necesario decirlo porque era la simple verdad. Que estaba persuadido de que su intento era despotizar los pueblos y que por esta causa él permanecía constantemente decidido por la federación ―: que este era su voto (1827, n. 56).
El periódico critica esta alocución de Maza y procura rebatirla al escribir:
Después entra a anunciar con un aire misterioso que en el congreso había habido cambios de opinión. A la verdad que esto es demasiado decir luego que se sepa que no ha habido tales cambios. Hemos examinado los diarios del Congreso […] lo hemos consultado con Diputados del Congreso y hemos sacado en limpio que lo que ha dicho el Sr. Rte. es falso y falsísimo. Lo único que hubo fue una que otra objeción por uno de sus miembros, el cual reconoció constantemente que con excepción de una o dos provincias el resto de las de la República no podían organizarse bajo el sistema federal sino dentro de muchos años y que para entonces la constitución misma presentaba los medios de hacerla realizable. Si el Sr. Maza ha querido ridiculizar los cambios de opinión solamente, es necesario que tenga presente que él ha sido Unitario decidido al tiempo en que fue consultada la provincia  sobre la forma de gobierno.
El Sr. Maza ha dicho finalmente que todos los Unitarios obraban por intereses particulares, queriendo con esta calumnia miserable alucinar a algunos y herir en lo más delicado del hombre = el honor, a una masa de individuos entre quienes se cuentan los hombres distinguidos de la República, casi todos los que han hecho grandes servicios al pays, todos los que son consecuentes en sus votos por la felicidad (1827, n. 56).
Como vemos es una grave respuesta a una gravísima denuncia. El caso es que todo este oscuro proceso histórico tenía una repercusión en los periódicos que tomaban posición a favor y en contra de las acciones del gobierno.

Conclusiones: La perspectiva de síntesis entre cambios y continuidades

Los estudios analizados aportan diferentes perspectivas sobre un mismo problema: el concepto constitucional, el proceso jurídico seguido, y el proceso histórico. Del análisis de estos tres aspectos inferimos que, al calor de los acontecimientos, las posturas y argumentaciones se entrecruzan. Los partidos y las posiciones no aparecen tan rígidos como, a veces, a la distancia, queremos interpretarlos.
                Hemos podido apreciar interesantes debates tanto en relación a los conceptos constitucionales como así también en cuanto al proceso jurídico e histórico. Los unitarios lograron el dominio de la política del Congreso, pero fracasaron en sus objetivos, pues la Constitución fue rechazada. Sin embargo sí es posible ver cambios (como la supresión de los cabildos, la trasformación de las relaciones entre ciudad y campaña) que no corresponden totalmente al régimen jurisdiccional pero tampoco al Estado Liberal.
El hecho de los “traspasos” de partido o cambios de posiciones se comprenden mejor si tenemos en cuenta lo que Díaz Araujo sintetiza al diferenciar las épocas de este modo:
La época que se iniciaba sería por completo distinta a la conocida en la Argentina desde mayo de 1810. Enterrados los espejismos constitucionalistas, al modo franco-español o norteamericano, la gente empezó a manejarse con las realidades surgidas de nuestra propia sociabilidad y tradición y a relacionarlas empíricamente. De ahí que resulte una solemne bobada querer entender el tiempo de la Confederación Argentina a la luz de las teorías que habían fulgurado en el período anterior, para luego inferir que nuestra “Federación” en nada se parecía al modelo federalista estadounidense. (…) Acá había una consigna mítica llamada “Federación”, respaldada por los autonomismos y localismos provincianos, que deseaba el restablecimiento del principio de autoridad, con la consiguiente estabilidad gubernamental y la paz y el orden públicos, que era fiel a sus creencias religiosas y las costumbres sociales emanadas de tal civilización, y que no transaba con menguas a la soberanía nacional. Ese movimiento político, religioso y nacionalista, auspiciado por las provincias, fue, en concreto, el rotulado “federalismo” argentino. Y tal movimiento opuesto por principio al contractualismo roussoniano de los liberales, tildados de “unitarios”, se impuso por un lapso prolongado merced a la enérgica conducción de los caudillos (2003, p. 184).
               
                Por este motivo es que consideramos que las denominaciones propuestas por Bohdziewicz (2008): progresismo y tradicionalismo, son más precisas. O las que emplea San Martín en carta a Guido cuando le escribe “Las consecuencias de la revolución deben hacerse sentir necesariamente por muchos años y los dos grandes partidos de orden y anarquía que se encuentran en presencia deben continuar la lucha hasta que uno de los dos decida la cuestión de manera definitiva” (9 de enero de 1849) (Pasquali, 2010, p 336).
La uniformidad racionalista propia del Estado contemporáneo está signada por la continua acción legislativa y centralista del poder soberano. En efecto, hace notar Sergio Castaño, que  a partir del siglo XVIII cuando cobran plena vigencia en la praxis una serie de principios que remontan su origen a las postrimerías de la Edad Media, y cuya concreción como usos político-jurídicos representará un verdadero desplazamiento del eje sobre el que se organiza la vida comunitaria. No se refiere el autor solo a la aparición de constituciones escritas (que no comportan un cambio radical por estar escritas, sino en todo caso por estar codificadas). Sino más bien considera que la centralización institucional del poder, alimentada por el espíritu del régimen constitucionalista contemporáneo, ha conllevado un cambio mayor. En efecto, tal centralización se vio fortalecida por la idea rousseauniana de la voluntad general. Este concepto en la Revolución francesa sufrió una transmutación de cuño liberal-burgués que la expurgó de sus aristas más democráticas, aunque “no de su sesgo absorbente y expansivo. Así, mientras los cánones constitucionalistas han afirmado una “soberanía de la nación” o “del pueblo”, la potestad efectiva se ha atribuido a sus representantes, quienes —en nombre de un titular despojado del ejercicio— han practicado un poder absolutizado, como no habían conocido los reyes de l`ancien regime” (2011, p 93).
La  distinción  entre  constitución  escrita  (que  existiría,  en  principio,  en  todo  pueblo  no  ágrafo)  y  constitución  entendida como código exhaustivo aparece en Carl Schmitt[2]. La ecuación Estado = Constitución (positiva, codificada y ex novo), al eliminar todo elemento voluntario o histórico-particular consuma el proceso de despersonalización y racionalización de la vida política (2011, p. 94). En este sentido los cambios que pretendieron introducirse con la fallida Constitución del ’26 y que, si bien fue rechazada, sin embargo inauguró otra época, pueden considerarse como factores de ruptura del orden tradicional y un paso decidido hacia el Estado Liberal.
Sin embargo sabemos también de las resistentes continuidades del orden político colonial jurisdiccional que entraron en conflicto con la irrupción de las reformas que procuraban la construcción de un Estado Liberal. Tal como lo demuestran los debates periodísticos o las divisiones de partidos. En esta línea interpretativa Garriga ha resaltado que durante mucho tiempo la historiografía del derecho ha identificado la idea de Estado con la de Estado Moderno, como si fuera el único tipo de estatalidad que ha existido y puede existir. “El Estado sería el resultado de un proceso de concentración del poder político disperso en el cuerpo social hasta configurar un sujeto soberano, esto es, capaz de definir e imponer el derecho sobre un cierto territorio” (Garriga, 2010). De tal modo que Estado era sinónimo de Estado Moderno, lo que supondría que lo medieval era-no-estado. Pero ese paradigma estatalista ha sido puesto en discusión con la “crisis del Estado”. Garriga propone siguiendo a la historiografía jurídica italiana hablar de Estado jurisdiccional que pone menos atención en los mecanismos de intervención (administrativa) y más en “los dispositivos de garantía (jurisdiccional y para defensa de los derechos tradicionales)”, que resultan frenos o resistencias a la construcción estatal. Estos frenos también se pueden observar en este proceso político-jurídico. Esa idea de ordo siguió vigente en las organizaciones provinciales soberanas. Así pues, como señala Alejandro Agüero (2014), también dentro del “Estado” se ha dado una similar imposición de un modelo de análisis, cuando la doctrina constitucionalista sostiene que las provincias no son “soberanas” sino “autónomas”. El autor señala así un desplazamiento conceptual que se ha operado por el cual la idea de “autonomía” se introdujo como sinónimo de “soberanía provincial” para acabar reemplazando a la vieja noción de “soberanía provincial” y abandonando la tesis fundacional de “soberanía dividida”.
Fuentes
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“Sesión del 25 de junio”, en: El Iris Argentino, Mendoza, n. 56, 4 de julio 1827, p. 3 col. 2, p. 4 col. 1.
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El Iris Argentino, Mendoza, n.  43, 18 de marzo 1827.
El Iris Argentino, Mendoza, n. 18, 21 de setiembre 1826.
El Iris Argentino, Mendoza, n. 48, 2 de junio 1827.
El Solitario, San Juan, Nº 5, 13 de marzo 1829.
El Yunque Republicano, Mendoza, n. 7, 17 de diciembre 1829, p. 1, col. 1-2.

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Ternavasio, Marcela. Correspondencia de Juan Manuel de Rosas, Buenos Aires, Eudeba, 2005, p. 18
Ternavasio, Marcela. Historia de la Argentina 1806-1852, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2009.



[1] El Yunque Republicano, Mendoza, n. 7, 17 de diciembre 1829, p. 1, col. 1-2. La aclaración original es cáustica, y suponemos que hace referencia a la condición de mulato de Rivadavia, ya que dice textualmente: “anarquistas, (dictado con que tan generalmente califican los negros a los blancos)”.
[2] Schmitt, K. Verfassungslehre, Berlín, Duncker & Humblot, 1993, pp. 14 y 15. En particular, a lo largo de la parte I de esa obra Schmitt hace una medular caracterización del concepto de constitución propio del Estado de derecho liberal-burgués. Sobre el principio constitucionalista de la desvinculación entre titularidad y ejercicio en la potestad política cfr. Sergio R. Castaño, Principios políticos para una teoría de la constitución, Buenos Aires, Ábaco de Rodolfo Depalma, 2006, cap. IV: “¿Por qué Bidart Campos llamó ‘mito’ a la soberanía del pueblo?”.

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